Algo no encaja en este modelo de gestión que requiere tanto aparataje de control.
Algo no encaja en este modelo de gestión que requiere tanto aparataje de control.
La semana pasada caminé por el centro histórico. Viniendo de la Universidad de El Salvador hacia el ex cine Apolo, decidí bajar en la tercera calle, caminar unas seis cuadras para llegar a mi destino. De no hacerlo, el bus me llevaría hasta más allá del mercado Tinetti, para luego salir por el boulevard Venezuela y luego desviarse por el mercado Belloso para “subir” y llegar al cine Apolo. Las seis cuadras caminando, se vuelven varios kilómetros en bus. Me gustaría que el funcionario que diseñó ese recorrido lo hiciera en bus por lo menos una semana en horas pico.
Aproveché el recorrido para observar los cambios. He de reconocer que esas seis cuadras están más limpias y ordenadas. Incluso son más seguras, a costa de un despliegue exagerado de policías, soldados, agentes del CAM y otros uniformados que escuché decir son particulares contratados para apoyar al CAM. Algo no encaja en este modelo de gestión que requiere tanto aparataje de control. Será por tanta vigilancia que yo percibí ese centro histórico como vacío. No porque hubiera poca gente, sino porque le falta la vitalidad que le daban miles de salvadoreños empeñados día a día en la rebusca; en ese ajetreo de hormigas locas, quizá improductivo, apenas de sobrevivencia, pero que evidenciaba plena disposición de trabajo, de quedarse cruzado de brazos a ver si dios o el gobierno resolvía el comer diario. Cierto que era desordenado, a veces desesperante, ruidoso. Que en ciertos puntos campeaba la ley del más fuerte. En realidad, era el negativo en pequeño de lo que es nuestra sociedad.
A primera vista parecía caótico, agresivo, exasperante. Pero si uno caminaba despacio, observando. Se podían ver y escuchar situaciones que mostraban su lado humano. Pequeños dramas de la vida cotidiana que ver una hermandad, una solidaridad puesta a prueba de mil formas. Escuchando con atención se podía captar las sensibilidades que brotaban de los instrumentos mal afinados de los combos de parque Libertad. Muchos olvidaban sus problemas con su música y movían el cuerpo como bien podían, llegando algunos a un exhibicionismo impúdico y de mal gusto. ¿Podían aspirar a más viniendo de dónde venían, viviendo cómo vivían? ¡Abominaciones de Sodoma y Gomorra! Les gritaba exaltado un pastor apocalíptico, pero no dejaba de mirar.
Nada de eso se ve hoy día. La gente pasa, mira y sigue su camino, evitando encontrarse con los uniformados. Hay cierta falta de espontaneidad, que se nota incluso en algunos que sentados en las mesas que algunos restaurantes han puesto en las calles (las mismas de la cuales expulsaron a los vendedores de tortas mexicanas). Tomar un café a la orilla de la calle tiene su encanto en las ciudades europeas. Ves y te ven, me decía un amigo. Por eso en esas mesas se paga más que en las interiores. No sé si suceda lo mismo en San Salvador.
Alguna vez los vendedores ambulantes del centro me incomodaron, pero no estoy de acuerdo con la forma como han sido tratados. Afeaban la ciudad dicen aquellos que aplauden todo lo que hace o no hace el gobierno. El centro era refugio de mareros dicen otros, y que bien que ya no estén digo yo. Sin embargo, pocos se preguntan qué pasó con los vendedores que se ganaban honradamente su pan bajo el sol implemente y la lluvia pertinaz. A veces somos tan insensibles a la desgracia ajena. Se nos olvida que esas personas expulsadas del centro siguen existiendo. Seguro que muchos recogieron pedazos de madera, lámina y cartón y han vuelto a armar sus ventas en las calles del sur y el oriente del centro. Están ahí, pero pocos de los que van al centro a darle sentido a sus vidas anodinas pensarán en ellos. Dan un par de vueltas por las pocas cuadras limpias y ordenadas; ven los nuevos restaurantes, pero no consumen porque los precios no están a su alcance. Se toman la selfie de rigor, con la BINAES iluminada de fondo y vuelven al pueblo, a la colonia, a la “residencial”.
Son muchos los que han sido expulsados del centro de San Salvador; personas que por años le dieron vida, mala vida quizá, pero vida al fin. Algunos intentan volver, necios en su desgracia. Vigilan desde una esquina las rondas del CAM y de unos particulares que, sin ser agentes, los apoyan en perseguir a los indeseables. En cuanto ven una oportunidad se cuelan a vender lo que sea: dulces, tomates en bolsa, toallas sanitarias, rasuradoras. Más difícil la tienen los sorbeteros y minuteros; sus carretones que antes les daban la vida hoy los delatan. En el centro se juega al gato y al ratón. Es un juego sin alegría, con momentos tensos, de disputa entre los soberbios agentes del orden y los vendedores. A menudo, los viandantes intervienen a favor de los desposeídos: se cruzan palabras, reclamos, amenazas. Alguno desde lejos silba el consabido en honor a la progenitora de los uniformados. Otro graba un video del abuso, uno más entre miles que pululan en las redes sociales y que prueban que hay muchos inconformes con lo que pasa.
El breve recorrido me confirmó que no somos iguales, que no valemos lo mismo. Se expulsa a los indeseables, pero se hace todo lo posible por atraer nuevos inversionistas y visitantes. Los indeseables no son solo los vendedores ambulantes e informales. Muchos comercios formales también han tenido que cerrar. Sus negocios ya no encajan en el nuevo orden; no importa cuántos años llevaban establecidos. Cierto que sobrevivieron a terremotos, incendios, disturbios y mil peripecias más, pero son parte del pasado, ya no encajan. Indeseables son también los indigentes, los niños abandonados, los ancianos desvalidos, los huele pega, los alcohólicos consuetudinarios, las prostitutas freelance, los músicos callejeros. Indeseable es todo aquel que tenga apariencia de pobre, de marginal, de inadaptado.
Gentrificación le llaman los sociólogos. Esta es la cara más actual del urbanismo neoliberal. Parte de inyectar capital fresco en áreas urbanas deterioradas y por ende subvaloradas, para lo cual hay que desplazar a los residentes o usuarios con el fin de insertar en esos espacios a otros actores de mayores capacidades económicas. Pero esos nuevos actores solo invierten en dichos espacios después de que estos han sido remodelados, ordenados y limpiados de indeseables. Aquí entra al juego el Estado y sus agentes. Y es justamente la inversión estatal la que revaloriza los espacios urbanos recuperados, dándoles la plusvalía que los vuelve atractivos a los inversionistas. La gentrificación se financia con dineros públicos, pero quienes se benefician de ella son extranjeros o nacionales bien conectados con el gobierno.
La gentrificación termina profundizando la polarización socioespacial porque no es posible ni interesa recuperar y remodelar todo el espacio citadino. Esto ya se nota en San Salvador. Desplazándose de norte a sur, a lo sumo hay seis cuadras intervenidas (de la tercera calle a la octava calle), y un poco más de occidente a oriente. Pero saliendo de ese espacio, el deterioro de la ciudad es evidente, incluso se ha agudizado. ¿Cómo se integran los antiguos barrios a este modelo de gestión urbana? No hay manera de que lo hagan, seguirán siendo marginales. Y en la medida en que el centro histórico se desarrolle, la pobreza y marginalidad de los alrededores será más evidente. Seguimos en la lógica del favoritismo para unos y la exclusión para otros.
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