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Globalidad: La Condición que permite la conexión

La globalidad no es una invención moderna, ni una consecuencia de la tecnología digital.

Antes de adentrarnos en los procesos que configuran el mundo contemporáneo, es imprescindible detenerse en el concepto fundacional: la globalidad. No se trata de una moda discursiva ni de un fenómeno coyuntural, sino de una condición ontológica que precede y posibilita tanto la globalización como el globalismo. Para comprenderla en su totalidad, es necesario desentrañar su origen etimológico, su significado lingüístico y su carga semántica y semiótica.

La palabra globalidad proviene del latín globus, que alude a una esfera, un cuerpo redondo, una totalidad, lo cual ya lo habíamos planteado con anterioridad. Hoy agreguemos que el sufijo «-idad» indica cualidad o estado, por lo que el término designa la cualidad de lo global, la condición de totalidad que envuelve y conecta. Lingüísticamente, es un sustantivo abstracto que no describe una acción ni una ideología, sino un estado: el estado de interconexión planetaria. Semánticamente, globalidad remite a una estructura que trasciende lo económico o lo tecnológico; abarca lo cultural, lo ecológico, lo político y lo simbólico. Desde la semiótica, puede entenderse como el sistema de signos que configuran la percepción de un mundo interconectado: mapas, redes, flujos, nodos, fronteras difusas, algoritmos invisibles.

Así, la globalidad no es una opción ni una estrategia: es el estado del mundo. Es la red que nos envuelve, el tejido invisible que conecta cada punto del planeta. Comprenderla es el primer paso para entender cómo se mueve el mundo, quién lo mueve y hacia dónde pretende moverse.

Pero esta comprensión exige ir más allá de los límites convencionales. La globalidad no es un fenómeno reciente ni exclusivo del plano económico, político, comunicacional o ideológico. Tampoco es una construcción limitada a la especie humana. El planeta mismo vive en globalidad desde su origen, hace aproximadamente 4,540 millones de años, cuando comenzó a configurarse como un sistema interdependiente de materia, energía y vida.

El universo entero plantea una globalidad: desde la expansión cósmica que conecta galaxias en una danza gravitacional, hasta las leyes físicas que rigen cada rincón del espacio-tiempo. La biología, por su parte, manifiesta esta condición en la red de la vida: ecosistemas interconectados, cadenas tróficas, simbiosis, migraciones, genética compartida. Incluso la física cuántica, en su aparente paradoja, revela una globalidad profunda: partículas entrelazadas que se afectan mutuamente sin importar la distancia, como si el universo tuviera una conciencia de totalidad.

Todas las expresiones de vida, desde las más simples hasta las más complejas, se inscriben en esta lógica de conexión. La globalidad no es una invención humana, sino una condición cósmica. Lo humano apenas la interpreta, la intensifica, la codifica. Pero no la crea. Por eso, cualquier análisis serio sobre la globalización o el globalismo debe partir de esta premisa: la globalidad es anterior, más vasta, más profunda. Es el suelo común de todo lo que existe.

Y es aquí donde conviene reforzar una idea esencial: el concepto que se ve envuelto tras la expresión simbólica de «globalidad» es, por mucho, tan antiguo como el universo mismo. El hecho de que hayamos elegido una palabra para nombrarlo —una expresión cuidadosamente seleccionada, cargada de intención y de interés teórico con miras a lo material— no implica que aquello que nombra sea nuevo. Aunque «globalidad» fuese un neologismo absoluto, eso no convierte a la realidad que designa en una novedad. No es moderna, ni siquiera contemporánea. Es anterior a toda modernidad, a toda historia, a toda cultura.

La globalidad precede al lenguaje que la intenta capturar. Es anterior a la conciencia que la observa. Es anterior a la especie que la habita. Desde el momento en que el universo comenzó a expandirse, desde que las partículas se entrelazaron en una danza cuántica, desde que la vida emergió como red, como sistema, como simbiosis, la globalidad ya estaba allí. No como palabra, sino como condición. No como concepto, sino como estructura.

Por eso, al hablar de globalidad, no estamos inaugurando una idea. Estamos reconociendo una evidencia. Estamos nombrando lo que siempre ha sido, lo que siempre será: la totalidad interconectada de lo existente.

Así, la globalidad no es una abstracción moderna. Es una realidad ancestral. Es la forma en que la vida —toda vida— se sostiene en red. Y es desde esa red que podemos comenzar a comprender los procesos de globalización y las narrativas del globalismo.

Esta red no es solo biológica ni afectiva. Es también cultural, material y cognitiva. Los homininos, desde hace cientos de miles de años, no solo se desplazaban físicamente por vastos territorios; también transportaban objetos, compartían símbolos, intercambiaban conocimientos. La movilidad humana fue siempre acompañada por una movilidad de ideas, de herramientas, de significados. Y esto no ocurría en distancias cortas: hay evidencia arqueológica de intercambios que cruzaban continentes, que conectaban grupos separados por miles de kilómetros.

David Graeber y David Wengrow, en «El Amanecer de Todo», desmontan la idea de que las sociedades prehistóricas eran cerradas, aisladas o primitivas. Por el contrario, muestran cómo existían redes de intercambio sofisticadas, sistemas de comunicación simbólica, y formas de organización que desafiaban la linealidad evolutiva. La globalidad, en este sentido, no es una invención moderna, sino una condición que ha acompañado a la humanidad desde sus albores.

Del mismo modo, en «Neandertales: nuestros primos olvidados», la autora Rebecca Wragg Sykes revela una imagen profundamente humana de los neandertales. Lejos de ser simples sobrevivientes de la Edad de Piedra, eran seres capaces de crear herramientas complejas, de compartir conocimientos, de establecer vínculos con otros grupos. Su existencia misma refuta la idea de una humanidad fragmentada. Ellos también vivían en globalidad, en red, en interdependencia.

Estas evidencias arqueológicas no solo iluminan el pasado: nos obligan a reconsiderar el presente. La globalidad no es una invención moderna, ni una consecuencia de la tecnología digital. Es una constante antropológica, una condición que ha acompañado a la humanidad desde sus orígenes. Es la forma en que hemos vivido, aprendido, cuidado, intercambiado, migrado. Es la forma en que hemos participado de un «estado»: el de globalidad.

Partiendo de esta base, en el próximo artículo hablaremos de globalización.

Médico, Master en Nutrición Humana, Abogado.

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