Pareciera que el café fue muy positivo para el país. Puede decirse que sí, excepto por un tema: generó riqueza, pero los beneficios no llegaron a los trabajadores rurales.
Pareciera que el café fue muy positivo para el país. Puede decirse que sí, excepto por un tema: generó riqueza, pero los beneficios no llegaron a los trabajadores rurales.
El título no es antojadizo. Ese nombre lleva un capítulo del libro “Historia de El Salvador”, publicado por el ministerio de educación en 1994. Ya antes se había usado, pero retomarlo en el primer libro de historia para uso escolar publicado en la posguerra no es un dato nimio. Deja ver lo importante que el aromático fue para construir el Estado y la sociedad que fuimos, con todo lo positivo y negativo que conlleva. Para unos, el café fue el cultivo que permitió el progreso del país; para otros, fue el origen de la injusticia social y otras desgracias, incluyendo la matanza de 1932. Algo hay de cierto en tales afirmaciones, pero no se deben asumir sin una discusión y, en todo caso, deben hacerse las acotaciones pertinentes.
Es innegable que la expansión cafetalera del último cuarto del siglo XIX hizo crecer la actividad económica del país, permitió la creación de importantes fortunas e incluso dio lugar a un prometedor y dinámico sector de pequeños y medianos productores. También es cierto, que ese impulso económico aumentó los ingresos fiscales, con lo cual el Estado se fortaleció y pudo asumir funciones que antes le resultaban imposibles. Ni el añil ni el café pagaban impuestos a la exportación, cualquier gobierno que lo intentó en el siglo XIX, terminó mal. Pero ambos cultivos generaban divisas con las cuales se compraba en el extranjero, y las importaciones sí pagaban impuestos. Derechos de aduana y renta de licores eran las principales fuentes de ingresos del Estado. Antonio Acosta ha demostrado que, en 1879, las exportaciones ascendían a 4.12 millones de pesos, pero solo aportaban ingresos fiscales de 35,461 pesos. Las importaciones sumaban solo 2.54 millones de pesos, pero generaban 1.4 millones para el fisco. Buena parte de esa capacidad adquisitiva del país provenía del café. Hubo excepciones a la regla; los cafetaleros santanecos no tuvieron problemas en pagar un impuesto que financió la construcción del Teatro de Santa Ana; el café también financió, al menos en parte, la construcción del actual Palacio Nacional.
El café también tuvo que ver con la polémica extinción de tierras comunales y ejidales a inicios de la década de 1880. La primera expansión del cultivo se hizo en tierras privadas y con la venta de baldíos (tierras estatales), pero hacia finales de la década de 1870, los baldíos se estaban agotando. Los liberales aducían que las tierras corporativas eran un obstáculo a la agricultura comercial, pues comuneros y ejidatarios no las hacían producir. Es decir, no eran amigos del mercado. No era cierto, Héctor Lindo y Aldo Lauria demostraron lo contrario. Comunidades indígenas y ladinas eran actores económicos importantes. Es obvio que los cafetaleros estaban interesados en esas tierras.
Pensando en clave marxista, Rafael Menjívar no dudo en ver las reformas liberales a la propiedad de la tierra como un despojo, como una expropiación. Ese proceso fue parte de la “acumulación originaria” del desarrollo del capitalismo en El Salvador. La burguesía naciente mató dos pájaros de un tiro: se adueñó de la tierra; además, al quedar campesinos e indígenas sin ella, se convirtieron en mano de obra barata. Algo similar, pensaba David Browning. Aldo Lauria sostiene lo contrario. Al menos en un primer momento, las reformas no provocaron la concentración de la propiedad de la tierra, si no su división. En lugar de convertirse en proletarios agrícolas; comuneros y ejidatarios fueron pequeños propietarios que trabajaban “su” tierra, una especie de “yeoman” cuscatleco. Nada garantizaba que esto fuera así a futuro.
Las tierras corporativas habían estado relativamente al margen del mercado hasta antes de 1881; no podían venderse, al menos no fácilmente. Con las reformas entraron de lleno al mercado: podían venderse, heredarse o hipotecarse. Ninguno de los tres casos garantizaba mantener intacta la propiedad. Además, el mismo proceso de extinción dio espacio para que algunos se apoderan de mucha más tierra. Los efectos se verían a mediano plazo. Para la década de 1920, se notaba que campesinos e indígenas estaban perdiendo sus tierras y que los terratenientes las acaparaban.
Con la ironía que lo caracterizaba, Peralta Lagos narra en “Pura fórmula” (1922) como un campesino pierde su parcela a manos de un usurero, porque había servido de fiador a un amigo que no pagó a tiempo su deuda y hubo que “ejecutarlo”. “… yo soy enemigo de estas cosas, y no tenés idea de lo que me duele, pero la ley es la ley”, decía don Gabriel al infeliz Modesto. La finca pasó a manos del usurero, fue registrada con el nombre de “La misericordia”, la número 17, todas adquiridas de la misma forma. La situación se agravó en el marco de la crisis económica de 1929, al punto que el gobierno de Hernández Martínez suspendió la ejecución de embargos con una ley moratoria. Algunos afirman que el levantamiento de 1932 fue provocado por la pérdida de tierras de campesinos e indígenas. Estos trabajaban esas tierras para otros que les pagaban salarios miserables y los trataban muy mal.
El café siguió siendo vital para la economía del país, pero los altibajos de sus precios eran un problema. Curiosamente, un cultivo tradicional fue clave para impulsar la transformación económica que se vivió en la segunda mitad del siglo XX. En la década de 1950, los precios del grano subieron de manera inusitada; en 1950 valía 102.53 colones, para 1954 había subido a 170.09. Esa bonanza económica fue aprovechada de manera muy inteligente por el gobierno de Óscar Osorio, empeñado en ambiciosas apuestas económicas. Aplicó un impuesto progresivo al café que variaba según los precios del grano en el mercado, con lo cual quebró la tradicional resistencia de los cafetaleros a pagar impuestos. Además, los convenció, o se convencieron, de no malgastar las ganancias de esos años de vacas gordas. Era bien sabido que buena parte de las divisas cafeteras se dilapidaban en viajes de placer en Europa y Estados Unidos o se gastaban en lujos. La idea era reinvertir las ganancias en las nuevas oportunidades de negocios: Industria, diversificación de la agricultura de exportación, banca, y más tarde MERCOMUN. Los resultados se vieron rápidamente; en la década de 1960, la economía creció a niveles que hoy se extrañan.
Visto así, pareciera que el café fue muy positivo para el país. Puede decirse que sí, excepto por un tema: generó riqueza, pero los beneficios no llegaron a los trabajadores rurales. Salarios bajos, un régimen laboral inicuo, baja cobertura educativa y de salud en el campo, y más tarde concentración de la propiedad de la tierra hicieron que para inicios de la década de 1970, el café fuera visto como el epítome de todos los males sociales. En el imaginario social salvadoreño, el café no evoca imágenes positivas, democráticas e incluyentes, como sí las tiene en Colombia en Costa Rica, por poner dos ejemplos.
Sin embargo, el café no fue por sí, un cultivo oligárquico. Hubo pequeños y medianos productores, sobre todo en los años de expansión y hasta la década de 1920 su presencia es importante. Se dice que su número decayó con la crisis económica de 1929, pero no hay evidencia sólida. De lo que no hay duda es que, al menos a nivel de grandes productores, la caficultura siempre fue un espacio reducido y privilegiado. No cualquiera podía entrar en ese mundo en el que poder económico y político se asociaban de forma tan manifiesta. Esa vinculación corría por diversas vías. Un cafetalero exitoso podía incursionar fácilmente en la política ya fuera a nivel local, regional o nacional. A la inversa, los políticos no resistían (ni resisten) la tentación de ser cafetaleros, pero un advenedizo no era bien visto. No era solo una cuestión de riqueza, los cafetaleros de alcurnia creían tener un prestigio social que no estaba al alcance de cualquiera.
Ahora bien, esa tendencia al latifundio y la concentración de la propiedad requiere más estudio. La historiografía sugiere que, hasta la década de 1920, Costa Rica y El Salvador tenían características relativamente similares. Y ambos fueron igualmente afectados por la crisis de 1929. Pero en Costa Rica, los pequeños y medianos cafetaleros ya eran un grupo políticamente importante y presionaron para que el Estado los ayudara. Una de las medidas más importantes fue la promoción del cooperativismo, que al día de hoy sigue siendo clave en la agricultura tica. Nada parecido pasó en El Salvador, trabajadores y pequeños productores carecieron de apoyo y protección. Muchos de ellos sucumbieron a la voracidad del capital y el mercado. El Estado salvadoreño fue clave para que el café se expandiera.
Pero más tarde, el Estado desatendió a aquellos a quienes el café había vuelto más vulnerables. Esa fue una decisión política que aún hoy nos pesa.
Bibliografía:
Acosta, Antonio. (2007). Hacienda y finanzas de un estado oligárquico. El Salvador, 1874-1890.
Browning, David. (1975). El Salvador. La tierra y el hombre.
Lauria, Aldo. (2002). Una república agraria.
Lindo, Héctor. (2002). La economía de El Salvador en el siglo XIX.
Menjívar, Rafael (1980). Acumulación originaria y desarrollo del capitalismo en El Salvador.
Peralta L., José M. (1925). Brochazos.
Carlos Gregorio López Bernal
Historiador, Universidad de El Salvador
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