La narrativa de Charlie Kirk mostraba cómo el racismo y la xenofobia contemporáneos se visten de racionalidad política y de defensa de valores universales.
La narrativa de Charlie Kirk mostraba cómo el racismo y la xenofobia contemporáneos se visten de racionalidad política y de defensa de valores universales.
La xenofobia y el racismo no han desaparecido del escenario político contemporáneo; por el contrario, han encontrado nuevas formas de expresarse en narrativas que apelan a la identidad, la cultura y la seguridad nacional.
La figura de Charlie Kirk, fundador de Turning Point USA y recientemente asesinado en Utah, constituye un caso emblemático de esta reconfiguración discursiva. Kirk construyó un relato que combina la defensa del libre mercado y del individualismo con un rechazo frontal a las políticas de diversidad, equidad e inclusión. No se trata de un racismo biológico explícito como el que dominó el pensamiento colonial, sino un racismo que naturaliza las diferencias culturales para justificar la exclusión: “el racismo como enemigo cultural”.
Probablemente esta narrativa antagónica -más otros factores religiosos e inclusive su férrea defensa de la Segunda Enmienda- llevó a que otro fanático le quitara la vida de manera violenta y absurda.
En abril de 2023 en un evento sobre fe cristiana, de su organización juvenil Turning Point USA manifestó: “Creo que vale la pena pagar, lamentablemente, con algunas muertes por arma de fuego cada año para que podamos tener la Segunda Enmienda y proteger nuestros demás derechos divinos”. Al final su aforismo se aplicó tristemente a sí mismo.
Una de las claves de su retórica es la construcción de un “enemigo cultural”. Kirk advirtió sobre una supuesta “invasión” migratoria y ha hecho referencias a la teoría del “gran reemplazo”, narrativa conspirativa que utiliza MAGA, que sostiene que las élites buscan sustituir a la población blanca mediante inmigración masiva. Aunque desmentida por demógrafos, esta teoría tiene poder movilizador: ofrece una explicación simple y emocional a transformaciones sociales complejas, como el crecimiento de comunidades latinas en Estados Unidos. En este marco, el inmigrante se convierte en enemigo-amenaza, y el votante conservador es convocado a defender su identidad cultural, reforzando lo que Adela Cortina describe como aporofobia: el rechazo no solo al extranjero, sino al extranjero pobre, al que se percibe como carga y no como igual ciudadano.
El racismo en la narrativa de Kirk aparece de manera indirecta pero no menos problemática. En 2024 declaró: “Si veo a un piloto negro, voy a pensar: espero que esté calificado”, comentario que sugiere que el color de piel es un indicador de menor competencia. Asimismo, ha afirmado que “el islam no es compatible con la civilización occidental”, una generalización que esencializa a millones de creyentes como amenaza civilizatoria. Estas expresiones producen un efecto de sospecha colectiva sobre comunidades enteras y refuerzan estereotipos que, como advierte Stuart Hall, “no solo simplifican la realidad, sino que la fijan en un lugar, impidiendo que esas identidades sean vistas como dinámicas o cambiantes”.
Kirk también utilizaba la narrativa de victimización de la mayoría blanca. De acuerdo con su planteamiento, los blancos serían objeto de ataques simbólicos por parte de universidades, medios de comunicación y élites progresistas, que les imponen una “culpa histórica” por la esclavitud y el racismo sistémico. Esta inversión de roles coloca al grupo históricamente privilegiado como víctima de un nuevo orden “anti-blanco”. Así, políticas de acción afirmativa o programas de diversidad se interpretan como amenazas a la igualdad de oportunidades, cuando en realidad buscan corregir desigualdades históricas. Pierre-André Taguieff denomina a esta lógica “diferencialismo cultural”: ya no se afirma la superioridad de una raza, sino la necesidad de preservar una identidad cultural supuestamente en riesgo.
Las consecuencias de este tipo de discurso no son meramente simbólicas. El enemigo cultural al construir un relato de “nosotros contra ellos”, fomenta la polarización social y contribuye a un clima de hostilidad y violencia hacia inmigrantes, latinos, asiáticos, musulmanes o afroamericanos. Además, al deslegitimar el concepto de racismo sistémico, obstaculiza la implementación de políticas públicas orientadas a reducir desigualdades. Como advierte la filósofa Martha Nussbaum, “el miedo es un consejero peligroso en la política, porque convierte al otro en amenaza y justifica acciones de exclusión” (Political Emotions, 2013). Kirk apela precisamente a ese miedo, transformando tensiones sociales en combustible político.
Sus defensores sostienen que sus declaraciones son expresión legítima de libertad de palabra y patriotismo. Argumentan que cuestionar la narrativa del racismo sistémico no es negar el racismo, sino rechazar una visión colectivista que responsabiliza a individuos por pecados históricos. Sin embargo, las brechas raciales siguen siendo evidentes en tasas de encarcelamiento, salarios y acceso a educación, lo que demuestra que la discriminación no es un vestigio del pasado sino una estructura viva. Negarlas bajo el pretexto del mérito individual equivale a culpabilizar a las víctimas y absolver a las instituciones.
En definitiva, la narrativa de Charlie Kirk mostraba cómo el racismo y la xenofobia contemporáneos se visten de racionalidad política y de defensa de valores universales. No se trata de una retórica marginal, sino de un discurso con capacidad de movilización, que interpela a jóvenes y reconfigura el debate público. Analizarlo críticamente es indispensable para comprender el auge de nuevas formas de exclusión en las democracias occidentales y para diseñar estrategias que promuevan una convivencia plural, sin sacrificar la libertad de expresión, pero tampoco los derechos de las minorías.
Nadie debería celebrar el asesinato de Charlie Kirk, ni tampoco festejar su discurso como héroe o mártir de una causa política inhumana e indigna…
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