El Salvador guarda en su relato nacional la huella indeleble del café:
durante décadas fue la principal fuente de divisas, el eje de
economías locales y la identidad de muchas comunidades rurales.
El Salvador guarda en su relato nacional la huella indeleble del café:
durante décadas fue la principal fuente de divisas, el eje de
economías locales y la identidad de muchas comunidades rurales.
La historia en breve: A mediados del siglo XVIII – entre 1740 y 1796-
se introdujo el café en El Salvador (Typica, de la especie Arábica); y
en 1853 se comenzó a exportar, y 10 años después, comenzó un
significativo despegue al alza de exportaciones que se extendió hasta
1940, siendo el principal motor de la economía. Los excesos desmedidos
de las generaciones de relevo de los caficultores y la falta de
inversión contribuyeron a la crisis posterior. En 1970 se creó el
Instituto Salvadoreño de Investigaciones del Café; durante el
conflicto armado disminuyó su producción. En 1989 se crea el Consejo
Salvadoreño del café; luego en el año 2000 –justo con la dolarización-
se ingresa a una fase de crisis de precios internacionales. En 2003 se
celebra el Certamen Taza de Excelencia, y en 2011 El Salvador gana la
competencia mundial de baristas. En 2013 aparece la crisis roya. Y en
2022 y 2023 se crea y reforma el Instituto Salvadoreño del café (y la
Ley del Instituto Salvadoreño del Café) con muchos desafíos y
demasiadas promesas…
El desarrollo cafetalero, como tal, en El Salvador tiene sus orígenes
en el siglo XIX, cuando el café pasó de ser un cultivo secundario a
convertirse en el principal motor económico del país. A partir de la
década de 1850, el Estado impulsó la expansión del café mediante
políticas que incluían la desamortización de tierras comunales e
incentivos para la producción y exportación. Este modelo se
caracterizó por la concentración de tierras en manos de una élite
reducida. La economía se estructuró en torno a la agroexportación, con
una fuerte dependencia de la mano de obra campesina, en muchos casos
sujeta a condiciones desfavorables. Este sistema permitió el
crecimiento de la infraestructura —como caminos, puertos y
ferrocarriles—, pero también profundizó las desigualdades sociales y
generó tensiones que marcarían la historia política y social del país
en el siglo XX.
El Salvador guarda en su relato nacional la huella indeleble del café:
durante décadas fue la principal fuente de divisas, el eje de
economías locales y la identidad de muchas comunidades rurales. Hoy
esa imagen es ambivalente: campos abandonados, precios internacionales
volátiles y un sector que lucha por adaptarse a cambios climáticos,
económicos y políticos que no siempre han recibido respuestas públicas
coherentes. Probablemente la dolarización (2000) fue uno de los
factores que más afectó a este sector, en lo que respecta a la
autonomía de la política monetaria para proteger a los productores.
Históricamente, la caficultura salvadoreña pasó de ser un motor de
acumulación nacional a un mosaico de fincas pequeñas y medianas –
alrededor de un 97% de las familias productoras cultivan en unidades
pequeñas y el gremio representa alrededor de 125,000 familias-. Esa
estructura ofrece ventajas —flexibilidad, conocimiento local, variedad
genética— pero también revela vulnerabilidades: falta de escala,
limitada capacidad de inversión y dependencia de mano de obra que hoy
escasea por la migración.
La producción ha mostrado altibajos marcados. Informes del USDA
(Departamento de agricultura en EEUU- sitúan la cosecha en torno a
555,000 sacos de 60 kg para el ciclo 2023/24, con una leve
recuperación hacia 561,000 sacos en 2024/25 y proyecciones de mejora
modesta para 2025/26, pero siempre con la advertencia de que la
fragilidad climática y la falta de una estrategia de largo plazo
condicionan cualquier optimismo. Estos números contrastan con la
importancia que el café tuvo como fuente de divisas en el pasado —las
exportaciones cayeron de manera significativa en las últimas dos
décadas— lo que habla de un proceso estructural, no solo coyuntural.
Política y café: omisiones y contradicciones. No es sólo cuestión de
clima o de precios: las decisiones públicas han jugado un papel
crucial. El Estado salvadoreño ha mostrado escasa capacidad de
articular una política integral para la caficultura que combine
inversión en renovación de árboles, extensión técnica, acceso a
crédito y asociatividad productiva. En paralelo, proyectos de
infraestructura y cambios en el uso del suelo han contribuido a la
pérdida de áreas cafetaleras y tensionan la sostenibilidad ambiental,
con consecuencias directas sobre la capacidad de producir café de
calidad.
El mercado internacional, por su parte, sigue siendo un factor
determinante. Los precios del café arábica han subido en 2025,
impulsados por preocupaciones de oferta y acciones especulativas; en
la fecha reciente el valor del café C/Arábica superó los 400 USD por
libra en los mercados de futuros, una señal favorable para los
ingresos del sector si y sólo si esos aumentos se traducen en mejores
precios pagados al productor. Sin embargo, la transmisión del precio
desde la bolsa hasta la finca es imperfecta: contratos, intermediación
y costos logísticos reducen la porción que llega al campesino.
Entonces, ¿cuál es el modelo de desarrollo viable para la caficultura
salvadoreña? Probablemente deba apoyarse en tres pilares simultáneos:
(1) reconversión hacia calidad y diferenciación —apoyando microlotes,
certificaciones y trazabilidad para acceder a mercados de mayor
precio—; (2) resiliencia climática —inversión pública y privada en
variedades resistentes, sombra, sistemas agroforestales y manejo del
agua—; y (3) empoderamiento de productores mediante organizaciones
cooperativas que mejoren acceso al crédito y a canales directos de
venta. Hay ejemplos en el país y la región donde la apuesta por
calidad ha generado márgenes suficientes para sostener familias y
abrir nuevas oportunidades (turismo rural, comercio justo,
exportaciones directas).
No obstante, esas transformaciones requieren voluntad política y
financiamiento. El sector privado y las ONG han ofrecido programas
exitosos de tecnificación y adaptación climática, pero su escala es
insuficiente frente a la extensión del problema. Sin un compromiso
público que fomente incentivos —subsidios focalizados para renovación
de cafetales, programas de mano de obra rural digna, y políticas que
eviten la deforestación—, se corre el riesgo de ver convertidos más
cafetales en desarrollos inmobiliarios o tierras improductivas.
En el plano social, hay una paradoja inspiradora: frente al abandono,
emergen nuevos actores —productoras jóvenes, mujeres que toman la
batuta en fincas familiares, cooperativas que invierten en
micromolienda— que reivindican el café como proyecto de vida, no sólo
como cultivo tradicional. Apostar por estas iniciativas tiene sentido
económico y ético; es la vía más humana para reconectar territorios
con economía y cultura.
El café salvadoreño es apreciado en el mercado internacional por su
calidad y sabor distintivo. Los principales compradores han sido:
Estados, seguido por Alemania, Japón, y otros mercados en Europa y
Asia. Se han implementado normativas para regular el Instituto
Salvadoreño del Café (ISC) y facilitar el crecimiento del sector,
beneficiando a pequeños y medianos productores; también se han
desarrollado programas de capacitación como el diplomado «Del Grano a
la Taza», que busca mejorar los conocimientos de los productores en
administración y manejo del negocio cafetalero.
Finalmente, el ciudadano consumidor y el Estado deben entender que
salvar la caficultura salvadoreña no es nostalgia: es seguridad
alimentaria rural, mitigación del cambio climático y diseño de un
modelo exportador con valor agregado. Los precios internacionales
pueden ofrecer respiros, pero la sostenibilidad de la caficultura
dependerá de políticas coherentes, inversión en calidad y equidad en
la distribución del ingreso. Si no actuamos ahora, perderemos no sólo
una economía sino la memoria y la trama social que el café sostiene en
El Salvador.
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