La toxicidad ya no se representa en chimeneas expulsando nubes negras. Hoy se disuelve silenciosamente en ríos, polvo y subsuelo, enfermando y matando poco a poco, mientras la publicidad sonríe desde un envase “eco-friendly”.
La toxicidad ya no se representa en chimeneas expulsando nubes negras. Hoy se disuelve silenciosamente en ríos, polvo y subsuelo, enfermando y matando poco a poco, mientras la publicidad sonríe desde un envase “eco-friendly”.
La contaminación extrema en la India, donde la bruma tóxica —producto de una industrialización desordenada— oculta calles, personas y edificios en una atmósfera asfixiante; también en Bangladesh, donde los ríos atestados de plástico lo sitúan como el país más contaminado del mundo.
Aquí, en nuestro país, la contaminación es menos escandalosa: el veneno es invisible. Esto puede atribuirse al desorden territorial que por años se ha venido gestando y que hoy es más difícil de controlar. Ubicar a las industrias por zonas fue posible en las décadas de los 50 y 60, pero con el crecimiento desmedido, ahora eso es casi imposible.
La población crece y la ciudad también, y en esa lucha por obtener mayores beneficios se nos olvida que poseemos recursos limitados. Se nos ha hecho creer que el progreso es sinónimo de desarrollo y que los costos ambientales son un precio razonable por pagar. Y, en menos de lo que imaginamos, los escudos naturales —nuestras garantías ante el cambio climático— han sido diezmados.
Partiendo de la defensa del progreso en detrimento del medio ambiente, los gobiernos dependen de los impuestos para sanear sus finanzas. En muchos casos, existe una atmósfera de temor en la población a denunciar contaminación generada por empresas o industrias no alineadas a los criterios Ambientales, Sociales y de Gobernanza (ESG, por sus siglas en inglés).
Solo las empresas no alineadas a los criterios ESG pueden omitir aspectos éticos y priorizar intereses propios, recurriendo a estrategias que disfrazan la grave contaminación o depredación, presentándolas como acciones armónicas con la naturaleza, tal como lo hace el greenwashing. Se normaliza el daño ambiental aprovechando vacíos y debilidades legales, mientras el ruido publicitario actúa como anestesia social: la gente ve progreso, pero no los focos de contaminación que avanzan.
La toxicidad ya no se representa en chimeneas expulsando nubes negras. Hoy se disuelve silenciosamente en ríos, polvo y subsuelo, enfermando y matando poco a poco, mientras la publicidad sonríe desde un envase “eco-friendly”.
Ante el caos con el que se construye la ciudad, los intentos de reordenamiento, la resistencia de los sectores anti-ESG y la permisividad del Estado o los gobiernos locales, las protestas sociales son sofocadas, los ríos y lagos se contaminan, y las industrias ajenas a los criterios ESG repiten su lema: “Hay que progresar para avanzar”. Pero ocurre lo contrario: ambientalmente, el país va en reversa, agravando la crisis de los recursos naturales y colocando a El Salvador en la cuerda floja del cambio climático.
La industria no alineada a los criterios ESG daña silenciosamente, ahora con tóxicos microscópicos, inodoros y persistentes. Los microplásticos, por ejemplo, están en todas partes: agua, aire y alimentos. Provienen de textiles, desechables, envases, e incluso de fábricas que durante años han contaminado comunidades con emisiones de partículas y fibras sintéticas.
Los compuestos orgánicos volátiles (COV), la contaminación acústica y la contaminación lumínica —también parte del desorden territorial— alteran ecosistemas sin regulación suficiente.
El país necesita un sector productivo que asuma un rol más activo en sostenibilidad. Una de las rutas más efectivas para lograrlo es la adopción de criterios ESG (Ambientales, Sociales y de Gobernanza), los cuales han superado el enfoque tradicional de la Responsabilidad Social Empresarial, tanto en profundidad como en alcance.
La diferencia conceptual radica en pasar de lo voluntario (RSE) a lo medible (ESG), integrando la sostenibilidad en la estructura financiera y de gestión.
La RSE nació como una práctica ética y filantrópica —donar, apoyar comunidades, reciclar, compensar impactos—. El ESG, en cambio, integra la sostenibilidad al núcleo del negocio: mide resultados, gestiona riesgos y se convierte en un criterio de inversión, cumplimiento y reputación.
Por esa razón, y para concluir, frente a discursos falaces que buscan diluir responsabilidades, los criterios ESG no solo superan a la RSE, sino que profesionalizan el compromiso, marcando la transición de un discurso ético a un desempeño verificable: de “hacer el bien” a “hacerlo bien” y demostrarlo con evidencia.
En conclusión: la RSE fue el punto de partida; el ESG es el nuevo estándar.
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