Una sociedad que no lee, que se conforma con resúmenes y separatas, que no invierte en ciencia ni en cultura, está destinada a ser presa de la desigualdad cognitiva y del atraso económico.
Una sociedad que no lee, que se conforma con resúmenes y separatas, que no invierte en ciencia ni en cultura, está destinada a ser presa de la desigualdad cognitiva y del atraso económico.
Hace unos años, pintado con letras grandes sobre unos pedazos de lámina que bordeaban un barranco, se podía leer en la Colonia Escalón: “Apaga el futbol, enciende el cerebro”. Me extrañé ante el escrito que hoy recordé, haciéndome reflexionar: En un país como El Salvador, donde las noticias de violencia, migración y precariedad se mezclan con historias de resiliencia y creatividad popular, resulta urgente detenernos a pensar qué hemos hecho con el capital más valioso que una nación puede tener: elcerebro de su gente. Y es que mientras, desde hace décadas, se repite que “la educación es prioridad”, la realidad es que el país sigue exportando principalmente dos productos: pupusas como símbolo cultural y gente para trabajos no calificados; e importando remesas como sostén económico. En cambio, exportar conocimiento, ciencia o tecnología sigue siendo un sueño lejano, y aún más lejano, el contar con cerebros aptos para generar, aquí, la riqueza que la población necesita.
El Salvador cuenta con un bono demográfico potencial, al tener una población mayoritariamente joven que podría ser base para la innovación y el desarrollo. Sin embargo, los datos más recientes revelan que el país sigue enfrentando un reto educativo significativo: en la evaluación PISA 2022, los estudiantes de 15 años obtuvieron 365 puntos en lectura, 343 en matemáticas y 373 en ciencias, muy por debajo de los promedios de la OCDE (476, 472 y 485, respectivamente). Además, en la región latinoamericana, más de la mitad de los estudiantes no logran competencias mínimas en lectura (55 %) y ciencias (57 %) según UNESCO. Esto confirma que esta juventud, a pesar de su volumen, aún no cuenta con las habilidades necesarias para impulsar plenamente el desarrollo económico.
En las universidades, muchas veces la enseñanza se reduce a separatas, resúmenes o clases memorísticas, sin fomentar la investigación ni el pensamiento crítico. El resultado: jóvenes que se titulan pero que rara vez alcanzan estándares internacionales. La consecuencia es clara: cuando una empresa tecnológica global evalúa instalar una planta en el país, se da cuenta de que no existe el capital humano suficiente. Y opta por irse a Costa Rica, México o incluso República Dominicana.
A este déficit educativo se suma la violencia que, durante décadas, marcó la vida cotidiana. El país ha aprendido a sobrevivir, no a convivir. La confianza en las instituciones es mínima y el “habitus” social, diría Pierre Bourdieu, se configura en torno a la desconfianza, la improvisación y el cortoplacismo.
La gente aprende a resolver el día a día, no a planificar proyectos de largo plazo. ¿Cómo pedirle a una madre que piense en educación universitaria si los libros son ajenos a su mundo? ¿Cómo exigir innovación en comunidades donde ver fútbol por TV y la fiesta son las únicas formas de recrearse?
Ante la falta de oportunidades para generar riqueza más allá de la simple subsistencia, la migración se convierte en el “proyecto nacional” de miles de familias. Las remesas representan cerca del 25 % del PIB, lo que significa que El Salvador vive, literalmente, del esfuerzo de sus hijos e hijas en Estados Unidos.
Este fenómeno tiene dos caras. Una, permite que millones de salvadoreños sobrevivan y consuman. Dos, vacía al país de talento: los más valientes, emprendedores y capaces suelen marcharse, como escuché decir a la mercadóloga Ana María Herrarte hace veinte años. Lo paradójico es que el país invierte en educación básica, pero otros se benefician de la productividad futura de esos jóvenes.
El Salvador no logró diversificar su economía. Seguimos dependiendo de productos agrícolas tradicionales, manufacturas textiles y servicios de bajo valor agregado. Las pupusas, que tanto orgullo cultural nos generan, son más un símbolo de resistencia que una estrategia económica.
Lo grave es que no hemos sido capaces de insertarnos en cadenas de valor globales basadas en tecnología, ciencia o conocimiento. Y eso no ocurre porque falten ideas o creatividad: el salvadoreño es ingenioso por naturaleza. Lo que falta es inversión sistemática en educación de calidad, en investigación universitaria y en políticas públicas que premien la innovación y no solo aprender a golpear la pelota.
La precariedad genera una cultura de lo inmediato. Muchos jóvenes no ven sentido en estudiar cinco o seis años para un título universitario que quizás no les garantice empleo. Optan por la informalidad, el “rebusque” o, en el peor de los casos, el crimen.
Este cortoplacismo erosiona la posibilidad de construir una sociedad que valore el conocimiento. Mientras en Corea del Sur o Finlandia se planifica en términos de décadas, en El Salvador pensamos en el día a día, en sobrevivir, en el “empleo”, en resolver “ahorita”. Esa es quizá la herencia más pesada de la violencia y la pobreza: una nación incapaz de pensar estratégicamente.
Muchos salvadoreños son trabajadores, resilientes y creativos. Lo vemos en los migrantes que prosperan en Estados Unidos, en los emprendedores que elaboran productos novedosos en los escritores que rescatan la memoria colectiva desde la literatura o el periodismo narrativo. Pero también es un ciudadano atrapado en un sistema que lo condena a la precariedad.
Es un pueblo que, por falta de oportunidades, se acostumbró a “resolver” y no a proyectar. Que aprendió a sobrevivir más que a vivir plenamente. Que ha sido víctima de una élite que no invirtió en educación ni en desarrollo, y que sigue dependiendo de las remesas como muleta económica.
El gran riesgo es claro: seguir siendo un país que exporta personas y no cerebros. Que celebra el éxito de sus migrantes, pero que no logra ofrecerles razones para quedarse. Que se conforma con vender pupusas al mundo en vez de conocimiento, tecnología o ciencia.
Pero también hay una oportunidad. El país podría decidir, como hicieron otras naciones en condiciones similares (Irlanda, Costa Rica, Singapur), que la inversión prioritaria es en educación de calidad, investigación y cultura.
Necesitamos una política de Estado que reconozca que el futuro se construye con libros, laboratorios y aulas. Que entienda que los cerebros son más valiosos que los metales preciosos que jamás salieron de estas tierras.
Los salvadoreños están condenados a vivir limitados de dinero si no se enfrenta a la verdad incómoda: nuestro déficit más grande no es de recursos naturales, sino de capital humano preparado.
Una sociedad que no lee, que se conforma con resúmenes y separatas, que no invierte en ciencia ni en cultura, está destinada a ser presa de la desigualdad cognitiva y del atraso económico.
Invertir en cerebros no es un lujo, es una urgencia. Porque el día en que logremos exportar conocimiento, en que un salvadoreño pueda aportar desde un laboratorio o una empresa tecnológica global, ese día habremos comenzado a dejar atrás la sombra de la inestabilidad económica.
Y entonces, sí, las pupusas podrán seguir siendo nuestro orgullo, pero no nuestra única carta de presentación ante el mundo. ¡Hasta pronto!
Médica, Nutrióloga y diplomada en Neurociencias
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