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Absalón para la era de la imagen

El narcisismo, en sus formas más acentuadas, se manifiesta también en la hipersensibilidad a la crítica y en la tendencia a relaciones de dependencia emocional extrema. La persona narcisista oscila entre la inferioridad y la superioridad, entre sentirse grandiosa y apocada. En los casos severos, puede presentar rasgos antisociales, aislamiento afectivo y una visión utilitaria del prójimo, considerado como objeto para reforzar su imagen de omnipotencia. Su trato con los demás tiende a ser frío, manipulador y despersonalizado.

Absalón, hijo del rey David, es uno de los personajes más fascinantes y trágicos de la Biblia. Se le describe como un hombre de extraordinaria belleza, admirado en todo Israel por su apariencia perfecta. Pero bajo ese resplandor físico se ocultaba un corazón marcado por el orgullo, la ambición y una profunda necesidad de ser admirado. Detrás del encanto y la elegancia de Absalón se gestaba una personalidad orientada hacia la apariencia, hacia la imagen que los demás podían ver de él.

Desde una lectura psicológica, Absalón exhibe claros rasgos narcisistas: egocentrismo, necesidad de reconocimiento y manipulación del afecto popular. Con astucia, se ganaba al pueblo con halagos y promesas, convencido de que merecía el trono más que su propio padre. Su rebeldía contra David no fue solo política, sino simbólica: representó la sustitución del amor filial por la búsqueda de la gloria personal, la tentación de ser admirado en lugar de ser leal.

El término «narcisismo» proviene del mito griego de Narciso, quien, al contemplarse en el agua, quedó cautivado por su propia imagen hasta morir sin poder apartarse de ella. Este mito, retomado por la teoría psicoanalítica, alude a una estructura psíquica organizada alrededor de la grandiosidad, la necesidad constante de admiración, la falta de empatía, el sentimiento de especialidad y la envidia hacia los demás.

Estas características se reflejan con nitidez en la conducta de Absalón. En la puerta de la ciudad buscaba la atención y el afecto del pueblo, haciendo creer que sería un gobernante más justo que su padre. Era cuidadoso con su cabello y su apariencia, signos externos de su deseo de ser admirado. Pero esa búsqueda de reconocimiento escondía una profunda inseguridad. Su falta de empatía lo llevó a traicionar a su padre, usando la devoción popular como instrumento de manipulación. Su liderazgo, construido sobre el encanto y la seducción, no se fundaba en el servicio, sino en el control.

El narcisismo, en sus formas más acentuadas, se manifiesta también en la hipersensibilidad a la crítica y en la tendencia a relaciones de dependencia emocional extrema. La persona narcisista oscila entre la inferioridad y la superioridad, entre sentirse grandiosa y apocada. En los casos severos, puede presentar rasgos antisociales, aislamiento afectivo y una visión utilitaria del prójimo, considerado como objeto para reforzar su imagen de omnipotencia. Su trato con los demás tiende a ser frío, manipulador y despersonalizado.

Quien vive bajo el dominio del narcisismo experimenta una angustia constante: debe mantener intacta su autoimagen. Para lograrlo, idealiza su propio yo, desvaloriza lo que lo amenaza y proyecta en los otros sus propias fallas. Su visión del mundo se vuelve dicotómica: todo es bueno o malo, digno de admiración o de desprecio. Esta rigidez le impide establecer vínculos auténticos. En la actualidad, esta dinámica se ha trasladado al ámbito digital: muchos fomentan la autoexposición y la búsqueda constante de validación externa, construyendo un yo idealizado en redes sociales, basado en la imagen y no en el contenido relacional o ético.

El tratamiento del narcisismo requiere una mirada clínica compasiva, que evite confrontar directamente la imagen grandiosa y, en cambio, ayude al individuo a darle sentido a su vacío interior, su dolor y su vergüenza. No se trata de «bajar el ego», sino de integrar las partes escindidas del mundo afectivo, reconciliando la necesidad de ser visto con la capacidad de amar.

Desde la perspectiva bíblica, la figura de Absalón no se interpreta en términos clínicos, sino morales y espirituales. Mientras David representa al rey “según el corazón de Dios”, capaz de reconocer sus faltas y arrepentirse, Absalón encarna la ambición desmedida, la búsqueda de gloria personal y el deseo de reconocimiento por encima de toda lealtad y vínculo.

Su final es profundamente simbólico. Muere colgado del cabello que tanto valoraba, prisionero del atributo que lo definía ante los demás. Así, la belleza que lo había elevado se convierte en la trampa que lo destruye. Esa escena encierra una poderosa metáfora del destino del ego desbordado: quien vive para su propia imagen termina atrapado en ella. El carisma sin humildad se vuelve ruina; la grandeza espiritual no consiste en brillar más que otros, sino en servir, amar y mostrar compasión.

Pastor General de la Misión Cristiana Elim.

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