En El Salvador, la obra de San Avilés tiene un lugar fundacional: la del pintor capaz de enlazar la maestría clásica con la osadía de cifrar un deseo prohibido.
En El Salvador, la obra de San Avilés tiene un lugar fundacional: la del pintor capaz de enlazar la maestría clásica con la osadía de cifrar un deseo prohibido.
Hay un hilo secreto que atraviesa la historia del arte en Centroamérica: el de los artistas de las disidencias sexuales que, con astucia y belleza, se insertaron en el canon cultural desde la primera mitad del siglo XX. Se trata de vidas escondidas en la penumbra con trayectorias sólidas que dialogaron con el poder, los públicos, las instituciones culturales y, al mismo tiempo, supieron cifrar en sus obras un deseo que el ojo heterosexual rara vez quiso o supo leer. El Salvador no fue excepción. En un país donde la palabra «homosexual» era impronunciable en los discursos oficiales, hubo pintores y escritores que lograron traducir en imágenes un mundo íntimo que permanece soterrado bajo el discurso de la heteronorma.
Y ese mundo de los deseos apartes, escondidos, oscurecidos, enrarecidos, hoy vuelve a ponerse ante la mirada pública con la exposición «San Avilés», una selección de la obra del pintor Ernesto San Avilés, curada por Santiago Martínez, sobrino nieto del artista santaneco. La muestra construye un recorrido que no es solo estético, sino también vital: cada cuadro, cada torso, cada fruta perforada habla de la pulsión de un hombre que supo habitar el canon pictórico y, al mismo tiempo, romperlo desde dentro.
Cuando nos preguntamos qué sabe el arte de la sexualidad y qué sabe la sexualidad del arte, la obra de Ernesto «San» Avilés (1932–1991) se ofrece como una de las respuestas más contundentes en la pintura salvadoreña. Su trabajo, dominado por la técnica rigurosa del clasicismo, nunca se reduce a la mera perfección anatómica. Bajo la tersura de sus pieles, bajo la estructura clásica de sus composiciones, late un deseo cifrado que se ofrece a quien tenga ojos dispuestos a leerlo. No es casual que uno de sus motivos recurrentes sea la iconografía religiosa que pone el acento en los cuerpos masculinos para revelarnos una sensualidad palpitante. Por ejemplo, su San Sebastián, santo mártir que la tradición artística convirtió en ícono homoerótico desde el Renacimiento, se nos revela flotante, con el cuerpo perforado por múltiples flechas que terminan en manzanas y peras, los brazos del santo mártir nos dan la pulsión de una figura sufriente. El resultado es una iconografía que juega entre la devoción y la sensualidad, entre la superficie marmórea y la carne tropical. Para el espectador acostumbrado a los códigos de la norma, es solo un cuadro bien logrado; para quien conoce los códigos del gueto sexual, es un archivo del deseo abyecto, podrido, proscrito.
Avilés no está solo. Su obra se inscribe en una historia internacional de artistas homosexuales que encontraron en el clasicismo un vehículo para reconfigurar el deseo. Lo que el historiador del arte Whitney Davis llama queer beauty, es decir, la belleza clásica del cuerpo masculino no como neutralidad estética, sino como una pulsión homoerótica que fue domesticada por el canon, pero nunca eliminada. Ese es el lugar en que Avilés sitúa su pintura. Con maestría técnica heredada de las academias de Madrid y París, logra un dominio técnico que lo ubican en el nivel de los grandes maestros. Pero esa perfección no es un fin en sí mismo, es la coartada que le permite cifrar el deseo sin ser condenado.
Uno de los elementos más significativos de su biografía es el exilio. Avilés viaja a Europa becado por el Estado salvadoreño en tiempos de Oscar Osorio, cuando el país intentaba mostrar modernidad cultural a través de sus artistas. Pero en ese viaje ocurre un desplazamiento más profundo: su obra se desterritorializa. En Madrid y París encuentra un lenguaje pictórico que le permite decir lo que en El Salvador era indecible. Regresó apenas un par de veces, y sus exposiciones individuales en territorio nacional fueron pocas. No es un dato menor. San Avilés se convirtió, de algún modo, en el primer pintor salvadoreño que sacó el arte del clóset, pero lo hizo fuera de El Salvador. Una paradoja que demuestra una vez más que no se puede separar biografía del artista y obra. Sus pinturas circularon sobre todo en Europa y en otros países donde el canon le dio espacio y donde los márgenes de interpretación y visibilidad empezaban a ampliarse. Ese exilio voluntario y obligado, al mismo tiempo, marca su producción, es el gesto de un artista que pertenece al país pero cuya obra dialoga más en geografías externas. Desde esa desterritorialización, el deseo homosexual pudo inscribirse en la pintura salvadoreña como forma.
Más allá de la lectura queer, es importante insistir en que Avilés fue un maestro de la pintura. El dominio de la luz, la limpieza de sus volúmenes, la serenidad con que construye las anatomías lo convierten en uno de los artistas más notables del país en el siglo XX. No hay pincelada descuidada ni trazo impreciso: todo en su obra responde a un rigor académico que pocas veces encontramos en la pintura salvadoreña de su generación. Pero ese virtuosismo no es gratuito, funciona como máscara y como revelación.
Quien contemple sus cuadros sin reparar en estos pliegues del deseo verá, quizás, una pintura elegante, sobria, clásica. Quien se detenga en los símbolos encontrará otra cosa: frutas perforadas que sustituyen el dolor con la sensualidad, rostros que se ocultan para dejar que el cuerpo hable, torsos masculinos ofrecidos al espectador como una pedagogía de la contemplación, moscas que atestiguan microcosmos de lo abyecto. Son códigos que pertenecen a una otredad sexual, lenguajes visuales que no buscan la proclamación explícita, sino el guiño cómplice. Avilés habla al canon, pero también a los suyos. Y lo hace con la astucia de quien sabe que en la ambigüedad está la supervivencia.
Hoy, más de tres décadas después de su muerte en París, la obra de San Avilés se expone al público salvadoreño en un momento decisivo para las vidas de las disidencias sexuales en la región. En esta geografía, su figura adquiere un lugar fundacional: la del pintor capaz de enlazar la maestría clásica con la osadía de cifrar un deseo prohibido. No se trata de reducirlo a la categoría de «pintor homosexual», sino de comprender cómo ese deseo, lejos de limitar su obra, la potencia. Ese deseo, es motor vital, fuente de riesgo y belleza, archivo sensible de una experiencia que la crítica heteronormada prefirió silenciar durante décadas. Para nuestras generaciones, tener referentes artísticos cercanos es esencial. Para las personas disidentes sexuales, estos nombres, obras y vidas, se vuelven clave en la construcción de identidad y comunidad. Pero reconocerlo no implica confinar su legado únicamente a ese horizonte; al contrario, exige abrir nuevas aristas, poner en disputa su obra y seguir preguntándonos qué dice, hoy, a públicos diversos y en contextos cambiantes.
Hay cuadros que parecen guardar silencio, pero en realidad laten como un secreto expuesto. Así ocurre con la pintura de San Avilés: en la tersura del mármol, en la fruta atravesada, en el torso que se ofrece sin pudor, vibra un temblor que se desnuda ante nosotros. Lo fascinante es la insistencia de esos rostros hermosos que miran de frente al espectador, como si nos interpelaran reclamando un lugar de deseo en el espacio público. A la vez, los símbolos religiosos —manzanas, flechas, heridas, cortinas litúrgicas— se transfiguran en signos de sensualidad, abriendo un territorio ambiguo donde lo sagrado se vuelve carnal. Su obra nos recuerda que el deseo no siempre se grita, a veces basta con insinuarlo en una curva de luz, en una herida mínima, en el brillo de unos ojos que no se desvían. Porque el arte sabe de la sexualidad más de lo que dice, y la sexualidad sabe del arte más de lo que confiesa. En ese cruce, entre lo cifrado y lo expuesto, entre la devoción y la carne, habita la obra de San Avilés: un testimonio que nos enseña que, mientras haya cuerpos que insistan en mostrarse, la historia del arte salvadoreño seguirá escrita en tensión con el deseo.
La realidad en tus manos
Fundado en 1936 por Napoleón Viera Altamirano y Mercedes Madriz de Altamirano
Director Editorial
Dr. Óscar Picardo Joao
2025 – Todos los derechos reservados . Media1936