“Su historia es la de un hombre que ha hecho del escenario una casa común, un lugar donde se encuentran quienes en la vida cotidiana tal vez nunca se habrían cruzado. Su presencia ha sido faro, sostén y desafío. Ocho décadas de vida que no se cuentan por años…”
En un país donde el teatro ha tenido que inventarse a sí mismo una y otra vez, el nombre de Roberto Salomón —Roby, como todos lo llamamos— resuena como una de esas voces que no buscan imponerse, sino acompañar. Su historia es la de un hombre que ha hecho del escenario una casa común, un lugar donde se encuentran quienes en la vida cotidiana tal vez nunca se habrían cruzado. Su presencia ha sido faro, sostén y desafío.
Ocho décadas de vida que no se cuentan por años, sino por las veces que el telón se ha abierto para que alguien, en algún rincón del mundo, vuelva a creer que el teatro puede cambiar una vida.
Celebrarlo hoy pide rigor y cariño. En su trayectoria hay una columna vertebral que no se negocia. Roby abre proyectos y los sostiene en el tiempo.
En los años de la Reforma Educativa lideró el Departamento de Artes Escénicas del Bachillerato en Artes, gracias al apoyo incondicional de Walter Béneke y Magda Aguilar. Entre 1969 y 1975, bajo su dirección, ese espacio formó generaciones que cambiaron la escena salvadoreña.
No fue solo un plan de estudios. Fue una manera de entender el teatro como trabajo colectivo, laboratorio, ensayo y error, disciplina y alegría. Allí se montó Marat/Sade en 1970, una sacudida estética y política que marcó a los jóvenes creadores y al público. En 1971 llegó Júpiter de Francisco Gavidia, leído desde una mirada moderna que cruzó lo histórico con lo contemporáneo. Ese Bachillerato abrió puertas para estudiantes de todo el país. Les dio herramientas y, sobre todo, una comunidad donde pensar el escenario como lugar de pensamiento vivo.
Roby (c) dirigiendo a los actores salvadoreños Emmy Mena y Pechan Osorio en la puesta en escena «Romeo y Julieta». Foto: Rene Figueroa / cortesía
Luego vino la remodelación del Teatro Nacional de San Salvador. Entre 1975 y 1977, Roby fue asesor técnico teatral y director del Teatro. Con un equipo de arquitectos, artistas y técnicos devolvieron al edificio su voz. No se trató solo de restaurar una sala. Se diseñó un programa integral de funcionamiento. Espacios para música, recitales, teatro de cámara, escena grande, formación técnica. Un organismo vivo.
Hubo tensiones políticas y censuras que impidieron la reinauguración con La ópera de tres centavos. La ética de Roby fue clara. Renunció antes que traicionar la idea de un teatro público como casa de artistas y audiencias. El edificio quedó mejor preparado. El proyecto de gestión quedaría como huella para etapas posteriores.
Acto seguido fundó el Centro Cultural Actoteatro. Desde 1978 esa casa de madera, patio y sala al fondo, se volvió frontera abierta a todos. Galería, librería, restaurante, escenario. Un lugar donde podían sentarse en mesas contiguas personas que afuera no se mirarían a los ojos. Allí se forjaron puentes. Se montaron espectáculos para jóvenes audiencias y para adultos. Las aventuras de Manuelita (1976) abrió una línea infantil que tomó a niñas y niños con seriedad. Jorge el Dragón (1976) habló de la diferencia y el acoso escolar con máscaras y humor. La historia de una muñeca abandonada (1978) incomodó porque se atrevió a poner en escena desigualdades que ya se respiraban en la calle. Para adultos, El zoológico de cristal en 1979 fue una filigrana de método y verdad. Un montaje de precisión que acercó a públicos nuevos a la intimidad trémula de Tennessee Williams. Actoteatro mostró que la convivencia estética y la convivencia social pueden sentarse a la misma mesa.
El reconocido artista del teatro (d) junto a su padre Jorge Salomón. Foto: archivo personal Roberto Salomón
Su trabajo en Ginebra durante los años duros fue sostenido. Dirigió, enseñó, tradujo. Construyó redes en una escena distinta y las trajo de regreso. En ese ir y venir tejió una poética de mezcla. Fiel a la literatura, atento al actor, enamorado de la verosimilitud, dispuesto a atravesar lenguajes. En 1987 su El luto le luce a Electra confirmó que lo trágico puede ser íntimo y político a la vez. En 1992 Tierra de cenizas y esperanza, con el emblemático Sol del Río 32, abrió una línea de memoria que siempre vuelve. En 1997 regresó a la Gran Sala del Teatro Nacional con Sueño de noche de verano, demostrando con hechos la potencia técnica del edificio que ayudó a recuperar y la vitalidad del juego shakespeareano.
Desde 2003 dirige el Teatro Luis Poma. Allí ha hecho algo más que programar temporadas. Ha articulado gremio, ha tejido públicos, ha puesto a dialogar generaciones. Ha traído títulos exigentes y entrañables, ha estrenado dramaturgias locales, ha multiplicado escuelas de espectadores, ha convertido esa sala en referencia para la región. En ese escenario se han visto procesos largos y confiables. La señorita de Tacna (20039, Por delante y por detrás (2004), Ángel de la guarda (2007), Tartufo (2009), Incendios (2012). De entonces acá, muchos más. Babylon (2017) con Sandglass Theater cruzó recuerdos familiares y viajes de refugiados. Epifanía de reinas (2024) puso el foco en lo femenino y su potencia. Son apenas algunos hitos en un cuerpo de obra que supera las 110 producciones.
Roby con su madre Yvonne Joseph Salomón. Foto: archivo personal de Roberto Salomón
Roby abre una puerta y la mantiene abierta el tiempo que haga falta. Lo hace con visión, con paciencia, con una mezcla rara de rigor y buen humor. Lo hace convocando a otros a compartir responsabilidad. Lo hace convencido de que un proyecto cultural es un contrato de confianza entre artistas y audiencias.
Su arte no niega la historia que lo trae hasta aquí. Hijo de migrantes, habitante de varias orillas, lector voraz desde la adolescencia, forjado en escuelas estadounidenses que le enseñaron tanto el método como la noción de equipo, Roby convirtió su biografía en materia de trabajo. Por eso sus montajes respiran casa y viaje al mismo tiempo. Por eso los conflictos familiares que pueblan a O’Neill o Williams parecen conocernos de cerca. Por eso la risa no anula la profundidad. Por eso los espectáculos infantiles confían en la inteligencia de niñas y niños y les hablan con respeto. Su teatro no adoctrina, propone preguntas. No se ufana, construye.
He tenido la fortuna de verlo trabajar, de escuchar sus pausas en los ensayos, de presenciar cómo la escena se ordena sin que él levante la voz. Lo he visto entrar al teatro antes que todos, revisar las luces, saludar al técnico, ajustar un ritmo, leer una línea en voz baja. Lo he visto quedarse hasta el final para agradecer. También lo he visto en los estrenos de otros, aplaudiendo con alegría genuina. Roby sigue ahí, en movimiento, ensayando, traduciendo nuevos textos, acompañando con una curiosidad intacta. Es un artista en activo. Su vigencia no depende de la nostalgia, sino de su fidelidad a la vida y al trabajo.
Salomón con su esposa Naara. ambos han dedicado su vida al teatro. Foto: René Figueroa / cortesía
Generalmente una sociedad reconoce a sus artistas por la obra que dejan. En este caso vale la pena reconocer también al hombre que la hizo posible. Roby Salomón ha sido distinguido como Premio Nacional de Cultura (2014), Caballero de las Artes y las Letras de la República Francesa (2017), ymiembro de número de la Academia Salvadoreña de la Lengua (2014), pero su mayor honor sigue siendo el afecto de quienes lo han acompañado en este oficio. Porque detrás de cada proyecto, de cada función, de cada estreno, hay un corazón enorme que late con discreción.
Roby ha hecho del teatro un acto de confianza, y esa confianza, multiplicada en cientos de artistas, es lo que nos ha permitido creer que todavía vale la pena subirse a un escenario y decir algo al mundo. En tiempos donde todo parece fugaz, su vida nos recuerda que el arte verdadero no busca aplausos inmediatos, sino encuentros duraderos.
Ocho décadas después, su obra sigue creciendo. Pero más que eso, crece la comunidad que ha formado. Cada persona que ha pasado por su teatro, cada espectador que ha encontrado allí una emoción, cada joven que ha recibido su impulso, lleva en sí una parte de ese legado.
Roberto Salomón sigue adelante con la función. Foto: René FIgueroa / cortesía
Celebrar a Roby en sus ochenta años es celebrar la posibilidad de seguir creyendo en el otro. Y cuando pienso en él, en su modo de entender el teatro y la vida, vuelve a mí una frase que muchas veces le he escuchado decir, tomada de Un tranvía llamado deseo: “Siempre he dependido de la bondad de los extraños”. Blanche DuBois la pronuncia en la obra, pero en boca de Roby suena distinta. Es una manera de afirmar que el arte, como la vida misma, solo se sostiene cuando alguien cree en el otro.