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Más allá del sufrimiento en el arte latinoamericano

«Entre más adoloridos, más débiles. Entre más resistencias y batallas invisibles representemos, menor margen de criterio tenemos; y se nos encierra en una simplificación donde solo existimos por la presencia de un opresor».

Parte de la pieza "Tormento de Cuauhtémoc" (1950-1951) del mexicano David Alfaro Siqueiros, elaborado en piroxilina sobre celotex, 453 x 814 cm. | Foto: Museo del Palacio de Bellas Artes, INBAL

Actualmente el arte de América Latina tiende a moverse entre dos océanos mareantes: el decolonialismo y el activismo simbólico. Y ambos comparten un rasgo fundamental: una carga de sufrimiento mayor.

Y es natural pues la historia del continente se ha construido sobre la Conquista, las guerras civiles, los conflictos entre países hermanos, las dictaduras y la injerencia de potencias internacionales. A esto se suma que históricamente hemos sido un territorio violento a todo poder y altamente inseguro. Además de otros males que arrastramos y que todos hemos experimentado sin importar la clase social.

Es normal que nuestra experiencia histórica se convierta en motivación para crear obras de arte. En ese umbral surgen las dos ramas previamente mencionadas.

Por un lado, está el arte decolonial, que busca generar narrativas periféricas y singulares basadas en el territorio y fuera del marco cultural occidental. Así nos encontramos a grandes referentes del arte regional en ciudades tradicionalmente coloniales como Madrid, Londres o Nueva York, exponiendo con ahínco la negligencia de los «colonizadores», la culpabilidad de los mismos y el sufrimiento de todo un continente, ante los aplausos apesadumbrados y condescendientes de espectadores que valoran con intransigencia los dolores de los «pobrecitos latinos».

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En la otra esquina está la narrativa activista. América Latina se ha convertido, para el «mercado de la lástima», en el espacio primordial de la resistencia y el combate rebelde. Y los latinos nos convertimos irrevocablemente en seguidores ciegos de esta rebeldía invisible liderada por un relato de ficción. Esta narrativa describe la realidad latinoamericana como un acto simbólico de resistir y aguantar frente a los embates que nos sacuden sin pausa.

Ambas narrativas constituyen parte fundamental de la identidad latinoamericana posmoderna, pero al trabajarse superficialmente y con vistas a mercantilizarse, flaquean en el hecho de que nos sumen en consideraciones conformistas y simplificadas. Por un lado, buscamos el problema en la alteridad; por el otro, asumimos que resistimos porque sí, de modo que resistamos o no, podemos decir que lo hacemos.

Considero que estas narrativas son altamente indisciplinadas para la creación de una retórica identitaria real: nos llevan a creer en una ilusión de opio, donde el latino lucha contra algo, pero no es capaz de cambiar nada. Además, parece que cualquier discurso altivo y orgulloso fuera una injuria contra los dolores latinoamericanos.

Ambas se sostienen en la idea de que el dolor de nuestra condición es nuestra principal fuente de identidad. Así, el artista latinoamericano se esfuerza en vano por exhibir el sufrimiento y la frustración de no poder hacer nada al respecto.

Esto conduce a simplificar la realidad, mostrando a la alteridad metropolitana como el foco fundamental de todos nuestros males. Acusamos al otro de obliterar nuestra cultura ancestral, nuestra libertad y nuestra capacidad de decidir; pero esa exigencia no cambia el rumbo del continente. Aun así buscamos sonreírle para contentarlo. Porque la metrópoli sigue exigiéndonos ser sumisos, pidiéndonos —a través de su mercado del arte— que nos representemos como eternas víctimas irremediables ante un destino patético, cíclico e infernal.

Entre más adoloridos, más débiles. Entre más resistencias y batallas invisibles representemos, menor margen de criterio tenemos; y se nos encierra en una simplificación donde solo existimos por la presencia de un opresor.

Nos enfocamos en narrativas discordantes que idealizan la lucha contra una metrópolis que continúa colonizándonos intelectualmente sin que siquiera nos demos cuenta. Mientras haya artistas vendiendo sufrimiento como moneda de cambio, nos seguirán intercambiando «espejos por oro».

Aquí, el artista y los museos sufren precariedad. Y se antoja una pérdida de tiempo intentar descolonizar el arte y la cultura si ni siquiera logramos que sea relevante en el contexto americano.

Nuestro deber primordial debería ser preservar y sanar nuestra cultura, para luego crear nuestras propias narrativas. Ya que es indiscutible la necesidad de contar una historia ligada al orgullo de nuestras raíces.

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Si queremos generar notoriedad en la narrativa global, necesitamos diseminar ideas más allá del marco del mercado occidental y que hayan nacido en nuestra propia tierra. Antes de hablar del otro, debemos apoyar lo nuestro: los museos, centros culturales y actores independientes que trabajan y se esfuerzan por preservar la cultura. Tenemos que acentuar nuestra identidad con orgullo y amplificarla con una narrativa dignificada, para darle mayor credibilidad y holgura a nuestra condición latinoamericana. Así como darle valor a los otros discursos menos hegemónicos que subyacen de la experiencia latina.

Por lo tanto, si seguimos construyendo nuestra narrativa basándonos en la premisa de que sufrimos por defecto, estaremos alimentando consideraciones erróneas. La lógica del consumo de mercado no nos quiere ver exitosos; nos quieren ver derrotados.

Y esa es la forma más cruel, real y fundamentada con la que nos siguen colonizando. Y lamentablemente, no hemos logrado vencer esa premisa.

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