Aunque sus carpas sean modestas y sus recursos mínimos, los circos que recorren los rincones más alejados de El Salvador mantienen viva la esencia del espectáculo y la herencia artística.
Aunque sus carpas sean modestas y sus recursos mínimos, los circos que recorren los rincones más alejados de El Salvador mantienen viva la esencia del espectáculo y la herencia artística.
En El Salvador, cuando alguien menciona la palabra «circo», las imágenes que vienen a la mente suelen dividirse en dos extremos. Por un lado, los grandes circos internacionales o de lujo, con luces deslumbrantes, escenarios rimbombantes, actos espectaculares y boletos costosos; por el otro, los circos locales más modestos, incluyendo los conocidos como «chinacas», es decir, los que carecen de una carpa como techo.
Los circos sencillos, esos que recorren pueblos, cantones y caseríos de todo el país, aluden a las limitaciones que enfrentan para sostener funciones diarias con las condiciones mínimas. Sus carpas son pequeñas, en su interior hay galeras de madera, sus asientos más «exclusivos» son sillas plásticas y los artilugios con los que trabajan los artistas suelen ser fabricados por ellos mismos o comprados de segunda mano.
Lejos de los grandes reflectores y las megaproducciones, estos circos suelen mostrar la crudeza de la pobreza.
Sin embargo, entre la precariedad brillan talentos auténticos, acróbatas, payasos, bailarinas, contorsionistas… artistas versátiles que, aunque no tengan una pista amplia y reluciente, poseen la disciplina, la gracia y la capacidad de arrancar sonrisas a un público que, al igual que ellos, lucha día a día por sobrevivir.
Para muchos de los artistas, el circo no es un trabajo, sino la vida misma.
«Crecí en el circo, amo lo que hago. No conocemos otra forma de vida», expresó Walter Ruiz hijo, de 36 años, dueño del circo Mágico Latino que actualmente está instalado en el distrito de Aguilares. Este recinto de entretenimiento, de 22 años de existencia, no sobrepasa los diez metros de diámetro y en él trabajan noche tras noche seis personas, todas emparentadas.
«Hace unos 12 años nuestro circo era una chinaca (…) La mayoría de artistas circenses prácticamente vivimos en el circo, una casa donde llegar no tenemos. Sí quisiéramos tener una casa, pero en este momento es difícil, hasta los terrenos están caros», agregó el cómico.
La mayoría de este tipo de circos son empresas familiares. Los hijos se suman al espectáculo desde pequeños, y los abuelos suelen contar historias impregnadas de nostalgia. La tradición pasa de generación en generación, no porque sea rentable, sino porque es lo que saben hacer y lo que aman.
Un público de la misma realidad
Los asistentes a los circos modestos suelen ser familias de escasos recursos económicos. El precio de una entrada es bajo, muchas veces simbólico, porque los artistas saben que de otra manera no tendrían público. En el caso del circo Mágico Latino el boleto para ver las funciones de es $2 para adultos y de $1 para niños.
En comunidades rurales, asistir al circo se convierte en una de las pocas opciones de entretenimiento familiar más accesibles.
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La carpa es modesta, las luces iluminan solo lo necesario el escenario, pero la magia está en la interacción directa. En el circo Mágico Latino los payasos Wachín El Bambino y Pupusa Jr., y el irreverente Muñuña Pan Dulce se salen de la pista para bromear con el público.
Con toda su gracia logran animar a la gente. Junto a ellos trabajan otros artistas versátiles, entre ellos el patriarca del lugar; don Walter, el payaso Botones, quien por motivos de salud ahora se mantiene un tanto lejos de la pista.
El show debe continuar
El principal reto de estos circos es económico. Mantenerlos en pie cuesta dinero, incluso si se trata de un espectáculo de ocho puntos artísticos. Comprar combustible para trasladarse de un pueblo a otro, reparar los remolques que son sus dormitorios, reparar la lona de la carpa, pagar por permisos de instalación, invertir en vestuarios, artilugios o equipos de sonido son gastos que muchas veces superan los ingresos obtenidos en las taquillas.
«A veces hacemos funciones para cinco o seis personas. ¿Por qué lo hacemos con tan poca gente? Pues, porque uno no sabe el tiempo que ellos se tomaron para venir al circo, los días que lo estuvieron planeando. Y uno no les va a decir ‘mire, no hay función’. A la larga esa gente ya no viene al circo», expresó Walter hijo.
Factores que explican el fenómeno
El origen de los circos sencillos como reflejo de la pobreza está vinculado a múltiples factores. Uno de ellos es la desigualdad social. Y es que, gran parte de la población salvadoreña vive con ingresos bajos, lo que reduce el acceso a espectáculos culturales de mayor nivel.
Otro factor es la falta de apoyo institucional. En El Salvador, el arte circense no recibe un reconocimiento formal ni programas de apoyo estatal. Son las gremiales de artistas circenses quienes de una u otra manera tratan de apoyar a sus asociados.
La competencia desigual también influye en esta situación. Los grandes circos acaparan la atención en las ciudades, relegando a los circos sencillos a zonas rurales.
Un último factor es la tradición familiar, ya que muchas familias se mantienen en el oficio porque es lo único que conocen, aún sabiendo que no les hará ricos.
Seguridad, un alivio reciente
Durante años, los circos humildes sufrieron la presión de la violencia y las extorsiones. Los artistas debían pagar cuotas ilegales (renta) para poder trabajar en ciertas zonas o arriesgarse a perder lo poco que tenían e incluso hasta la vida.
«Antes era difícil. Teníamos que dar parte de lo que ganábamos para que nos dejaran trabajar tranquilos. A veces no alcanzaba ni para comer. Ahora podemos ir a cualquier pueblo sin miedo, y eso ya es una ganancia», aseguró don Walter (Botones), el propietario del circo.
Aunque la pobreza no ha desaparecido, la tranquilidad de poder desplazarse y trabajar sin ser amenazados es vista como un respiro que les permite enfocarse en lo suyo: hacer reír y entretener.
Circos históricos
No todo en el panorama circense es precariedad. Existen circos históricos en El Salvador que han dejado huella. Algunos, como el circo de Cañonazo o el circo de Cocolito, han logrado consolidarse y recorrer buena parte del país durante décadas, ganándose el cariño del público.
Estos circos inspiran a los más pequeños a seguir adelante. «Nosotros soñamos con tener un circo más pequeño pero que sea muy bonito y ordenado y llenarlo de ‘banners’ para que se mire un buen ambiente y no de mucha pobreza», comentó Manuel, con una sonrisa.
El futuro incierto
El panorama de los circos pequeños en El Salvador es ambiguo. Por un lado, tienen en contra la pobreza, la falta de apoyo institucional y las exigencias de un público cada vez más expuesto a contenidos digitales y espectáculos internacionales.
Por otro, cuentan con la fuerza de la tradición, el talento innato de sus artistas y la fidelidad de comunidades rurales que ven en ellos una fuente de alegría accesible.
Si no se crean políticas de apoyo o iniciativas culturales que valoren el arte circense, es probable que este tipo de circo vaya desapareciendo poco a poco. Sin embargo, mientras exista una familia dispuesta a armar una carpa en un caserío y un grupo de niños, jóvenes o adultos esperando reír con un ocurrente payaso, los circos modestos seguirán recorriendo el país.
Este tipo de circo es un espejo de la realidad salvadoreña: humildad, carencias y resiliencia. No se comparan con los grandes circos internacionales, pero cumplen un papel vital en la vida cultural de las comunidades rurales. Sus artistas, aunque sencillos, son talentosos, versátiles y apasionados.
Bajo sus carpas raídas, estos recintos muestran cómo la tradición puede sobrevivir a pesar de la precariedad y de las inclemencias del tiempo. Son circos pequeños, itinerantes y familiares, que enfrentan la vida con la valentía de quienes saben que, aunque el espectáculo no tenga luces impresionantes, el aplauso del público es la mayor recompensa.
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