Estas amenas reuniones son mucho más que una venta o un regalo ocasional de bocadillos. Son encuentros de gratitud, de amigos y familiares y vitrinas vivas de la cocina del maíz tierno.
Estas amenas reuniones son mucho más que una venta o un regalo ocasional de bocadillos. Son encuentros de gratitud, de amigos y familiares y vitrinas vivas de la cocina del maíz tierno.
Cuando se siente el aroma dulce del maíz cocido y el humo de los comales dibuja espirales en el aire, es señal de atolada. La escena es reconocible: mesas, ollas humeantes, risas entre los asistentes, música de fondo y una hilera de tazas, vasos o huacales de moro listos para despachar atol de elote.
En el centro, como protagonista, el elote: lechoso, de granos tiernos, símbolo de la milpa y de la mesa salvadoreña.
Las atoladas rinden homenaje a ese tiempo de abundancia, por lo general en meses lluviosos y durante fiestas patronales, en que la comunidad se organiza para compartir y, de paso, apoyar una causa.
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Iglesias, parroquias, comunidades, centros educativos y familias las organizan para recaudar fondos, agradecer favores o, simplemente, celebrar la cosecha del elote con platos que despiertan memoria y orgullo.
El menú es un catálogo de antojos que gira en torno al maíz tierno. El atol de elote llega caliente, cremoso, ligeramente espeso, endulzado con azúcar y perfumado con canela. Se sorbe a pequeños tragos y es el abrazo líquido de cualquier atolada. Junto a él, los tamales de elote, suaves y calientitos, se sirven envueltos en hojas, con ese punto justo de dulzor que enamora. No faltan las tortitas de elote, doradas por fuera y delicadas por dentro, perfectas para comer con una pizca de crema y queso rallado. En la parrilla, los elotes asados chisporrotean mientras las brasas le imprimen ese sabor ahumado irresistible. En las ollas, esos ricos elotes salcochados, que luego se comen con limón y sal. Y, para quienes buscan el toque festivo, aparecen los elotes locos, untados con mayonesa, mostaza, salsa de tomate, queso rallado y, a veces, chilito; una explosión de texturas y colores que se ha vuelto infaltable.
Las atoladas, las cuales ahora también se les conocen como “festivales del maíz”, implican trabajo colectivo, desde la selección del elote en la parcela o el mercado, pasando por desgranar, moler, colar hasta cocinar sin dejar de moverlo. Por tradición en El Salvador, quienes raspan los elotes por lo general son hombres. Las manos que remueven las ollas suelen ser las de madres de familia, catequistas, maestras, abuelas que conocen los secretos del punto exacto, ni muy aguado ni demasiado espeso, dulce pero no empalagoso. Ese saber culinario, transmitido de generación en generación, es parte del legado que las atoladas salvaguardan.
“Mi abuela y mi mamá le sabían dar el toque perfecto. Creo que heredé ese don; creo que me queda rico y en su punto el atol”, comenta entre risas doña Haydeé de González, quien cada año organiza una atolada familiar en su natal San Vicente.
En el ámbito social, la atolada por lo general cumple varias funciones. Es mecanismo de solidaridad, ya que en muchos casos lo recaudado se utiliza para diversas causas, como reparar un iglesia, comprar uniformes para la banda del colegio, apoyar a una familia con gastos médicos o financiar actividades culturales.
Es también espacio de encuentro. Los vecinos que no se veían desde hace tiempo conversan, los niños corretean y juegan, los adolescentes disfrutan de las delicias y los mayores comparten historias de las atoladas de antes, cuando todo “era más barato”.
Una fiesta adaptada a los tiempos
Aunque su raíz es muy antigua, vinculada a la presencia del maíz en la cosmovisión mesoamericana y a las prácticas comunitarias del campo, la atolada ha sabido adaptarse a los tiempos. Hoy se anuncian por redes sociales, se usan etiquetas con precios, se incorporan opciones “light” o con leche deslactosada, y se cuidan los detalles de higiene: guantes, gorros, mesas limpias, agua potable. A la par, persisten elementos tradicionales: las ollas grandes de aluminio, las paletas de madera, las hojas de tuza, los comales y esa paciencia del fuego lento que no admite atajos.
El calendario de las atoladas suele seguir dos brújulas: la temporada del elote y el ciclo de celebraciones. En la época lluviosa, con las milpas verdes, abundan los elotes y los precios son más accesibles, lo que permite preparar grandes cantidades. En julio, agosto y septiembre, cuando muchos pueblos celebran fiestas patronales, las atoladas florecen como parte del programa. Vísperas, procesiones y convivios encuentran en estos antojos su maridaje perfecto.
Detrás del plato, hay economías locales que se activan. El agricultor vende el lote del maíz tierno, la señora del puesto aporta la crema y el queso, el joven emprendedor lleva el carbón, el taller imprime afiches, y la comunidad entera se beneficia del movimiento. A esa cadena se suma la innovación culinaria: versiones de tortitas rellenas de queso, elotes asados con mantequilla o atoles combinados con un toque de vainilla o ralladura de limón. La creatividad es bienvenida siempre que respete el corazón del platillo: el maíz tierno.
Símbolo de trabajo y gratitud
Más allá del gusto, las atoladas preservan identidad. En cada bocado se reconoce una geografía (la milpa salvadoreña), un clima (la llovizna de las tardes y noches), una historia (las manos que enseñaron a moler y colar) y un modo de estar juntos. Son un recordatorio de que el maíz, además de alimento, es símbolo de trabajo, de comunidad, de gratitud. Por eso, aunque una atolada parezca un evento sencillo, es en realidad una pequeña fiesta donde hay música, comida, gente reunida y, por ende, muchos recuerdos y añoranzas.
“Es un momento especial que nos acerca aún más con nuestros familiares y amigos. Las atoladas también son una fiesta para compartir con los demás y expresarle nuestro agradecimiento a Dios por la cosecha y sus bendiciones”, comenta doña Haydeé de González.
Quizá esa sea la magia mayor de las atoladas, convocar. A la mesa llegan todos, creyentes y no creyentes, niños y abuelas, estudiantes y trabajadores, y el elote, humilde y brillante, los iguala.
Cada vaso o huacal de atol o cada tamal regalado o vendido es un gesto de pertenencia. Y al terminar la jornada, cuando la última olla se lava y la cuenta cuadra, queda el sabor dulce en la boca y la certeza de que, con organización y cariño, un grano de maíz puede unir.
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