Un proyecto que nació como un sueño de amigos por colaborar con las familias necesitadas ya lleva casi 8 años, y ahora innova con huertos en espacios reducidos y granjas de pollos
Un proyecto que nació como un sueño de amigos por colaborar con las familias necesitadas ya lleva casi 8 años, y ahora innova con huertos en espacios reducidos y granjas de pollos

En medio del aumento en el costo de los alimentos y la reducción del poder adquisitivo de las familias salvadoreñas, un proyecto comunitario nacido hace siete años se ha convertido en una alternativa real para enfrentar la inseguridad alimentaria en zonas urbanas y rurales. Se trata de Cosechando Sonrisas, una iniciativa de agricultura urbana y emprendimiento comunitario que desde 2018 ha logrado impactar en más de 1,400 familias con huertos y capacitar a cientos de personas en técnicas de cultivo, nutrición, venta de productos y organización comunitaria.
La propuesta, liderada por 31 voluntarios —todos profesionales de distintas áreas que trabajan sin financiamiento externo— surgió como una respuesta directa al difícil acceso a alimentos frescos en comunidades con ingresos bajos. Durante su primera etapa, el proyecto trabajó en municipios al sur de San Salvador como Santo Tomás, Santiago Texacuangos, Rosario de Mora y Panchimalco, y luego se expandieron a zonas como El Paisnal, Aguilares y Guazapa. Sin embargo, en 2024 los voluntarios decidieron trasladarse al centro de la capital, donde las condiciones de vida plantearon un nuevo reto: la casi total falta de espacio.
A diferencia de las zonas rurales y periurbanas, donde las familias aún contaban con patios, solares o terrenos baldíos, los sectores céntricos de San Salvador están marcados por viviendas estrechas, pasillos compartidos y casas pequeñas pegadas. Ante este panorama, los voluntarios de Cosechando Sonrisas diseñaron un modelo de agricultura vertical que permite cultivar alimentos en espacios que van desde los 60 centímetros hasta un metro cuadrado.
Los huertos se instalan con tubos PVC perforados, estructuras metálicas recicladas, estopa de coco, botellas plásticas y varas de bambú.
El diseño ha sido replicado ya en pasajes, terrazas comunitarias y balcones interiores de colonias del Distrito 3, 5 y 6. Incluso se han creado pequeñas «paredes vivas» de hortalizas.

Cosechando Sonrisas trabaja bajo un esquema integral que incluye entrega de insumos completos: semillas, abono, macetas, sistemas de riego casero y herramientas básicas. Capacitaciones teórico-prácticas: siembra, nutrición del suelo, podas, manejo orgánico de plagas. Asesoría periódica: visitas para resolver problemas en el proceso de cultivo. Formación en emprendimiento: manejo de inventarios, presentación de productos, costos y elaboración de encurtidos u otros derivados. Acompañamiento hasta la cosecha: se le da seguimiento al ciclo según el producto cosechado hasta volver a sembrar.
Los costos son cubiertos exclusivamente por los voluntarios. Cada uno aporta una cuota, además de herramientas, transporte y tiempo. Ninguno recibe remuneración.
La presión económica es evidente para muchas familias. La canasta básica urbana supera los $250, según estimaciones recientes de la Oficina Nacional de Estadísticas y Censos (ONEC), y productos esenciales como los frijoles, el tomate y la papa han tenido incrementos en algunos periodos del último año. Muchas familias reportan que han sustituido proteínas animales y reducido porciones para poder estirar el presupuesto.
Otras familias han encontrado en el huerto una manera de diversificar un poco su alimentación. De hecho, uno de los primeros alimentos con los que empezaron a trabajar fue el rábano, rico en hierro, y que da cosecha de manera rápida.
Aunque las capacitaciones están abiertas a toda la comunidad, la gran mayoría de participantes son mujeres. Muchas son jefas de hogar, otras trabajan en el sector informal y otras carecen de ingresos propios. Para ellas, el huerto representa no solo ahorro económico, sino una oportunidad de aprendizaje y autonomía.
En el país, las mujeres muchas veces suelen cargar con la responsabilidad de poner comida en la mesa. Y cuando no alcanza, son las primeras en intentar soluciones, soluciones que han encontrado con Cosechando Sonrisas.
Además, el proyecto ha impulsado emprendimientos de encurtidos. Primero era para consumo propio, pero superada la producción, iniciaron con los negocios para vender. Algunos grupos ya han recuperado su inversión inicial y han empezado a generar ingresos adicionales, capacitados en conceptos básicos de presentación de productos y comercialización.

Uno de los casos más emblemáticos es la comunidad San Juan Bosco, en el Distrito 6. Cuando los voluntarios llegaron, el área verde común esta funcionaba como basurero y punto de acumulación de desechos. Tras una semana de trabajo comunitario, el espacio fue limpiado, cercado y ahora está convertido en un huerto colectivo.
Hoy, las familias se turnan para el riego, mantenimiento y vigilancia, un espacio que, además, ayuda a la convivencia. De hecho, como señala Ramos, ahí se conocieron vecinos que nunca se habían hablado.
El proyecto también ha reactivado dinámicas de cooperación que se habían perdido a causa del miedo a la delincuencia o los conflictos entre vecinos. Muchas personas que antes solo se saludaban ahora organizan actividades, intercambian semillas y comparten conocimientos.
El invierno de este año provocó daños significativos en los primeros huertos del distrito: lluvias torrenciales y humedad excesiva a varias familias. Lejos de desanimarse, los voluntarios incorporaron nuevas herramientas de resiliencia climática: uso de semillas criollas tratadas para mayor resistencia, drenajes reforzados y capacitaciones permitieron retomar las obras.
El aprendizaje ha permitido que las siembras más recientes tengan mejores resultados. «Las lluvias que pasaron hace poco no estaban como muy previstas. Nos lavó la tierra, se perdió semilla. Sin embargo, yo siempre trato de motivarlos y decirle, ‘no, no, eso es normal. A todos nos pasa al inicio que perdemos semilla o perdemos cultivos, es normal, tratemos de hacerlo’. Hemos utilizado también semilla mejorada porque esa ya viene resistente a los cambios climáticos», asegura la fundadora.

Y añade que «uno de los de los ingenieros (voluntario) les da un taller que es para poder sacar semilla de su propios huertos, y tratar después la semilla para que sea un poquito más resistente».
Además de los huertos, este año Cosechando Sonrisas incorporó una segunda línea de trabajo destinada a fortalecer la seguridad alimentaria: la crianza comunitaria de pollos de engorde. La iniciativa surgió como respuesta directa a una preocupación clara: el encarecimiento de las proteínas animales, o la falta de capacidad para comer carnes.
En varios hogares, la carne de pollo —considerada la proteína más accesible— ha pasado de consumirse dos o tres veces por semana a solo una, o incluso a desaparecer por completo del menú.
«Habían familias que nos decían que las porciones las reducían. En otros casos, han dejado de consumir muchas veces carne, huevo, pescado, proteínas como el pollo porque no les alcanza el dinero. Entonces, igual la libra de frijol, que anda por 1,25 ahora cuando antes costaba 70 centavos» dice Ramos.
El proyecto inició en la comunidad San Juan Bosco, en el Distrito 6, donde se entregaron «50 pollos de engorde, concentrado, algunos materiales para levantar su corral, y la gente encantada», menciona.
Cada familia participante debía comprometerse a cuidar a los animales, y ya los tienen hace aproximadamente un mes y medio, tiempo promedio para que alcancen su peso óptimo. «La gente demuestra con cada proyecto que quieren esforzarse, solo necesitan el conocimiento, y cada vez siento que es más y más con cada año que pasa, siento que encuentro grupos más comprometidos. Y es que la gente hasta ya nos conoce, de otras comunidades nos han pedido que les llevemos pollos», dice entre risas y satisfacción Ramos.
Para el próximo año, Cosechando Sonrisas planea intervenir las zonas conocidas antes como los distritos 1, 2 y 4 del centro capitalino.

A pesar de los desafíos, la convicción del grupo sigue intacta. «Cultivar en estos tiempos difíciles es un acto de resistencia. No podemos hablar de futuro si no protegemos a los que siembran, a quienes siembran nuestros alimentos», afirma la fundadora.
Mientras el costo de la vida continúa en aumento, proyectos como este se posicionan como un recordatorio de que la agricultura —aun en la ciudad— puede unir, alimentar y transformar.
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