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Normalizar lo indebido. Tres prácticas gubernamentales recurrentes

Otro tema que se ha normalizado es el ocultamiento de información pública.

La «normalización de prácticas» es el proceso social y organizacional mediante el cual una serie de comportamientos, acciones o procedimientos, que inicialmente son considerados como anómalos, inaceptables o incluso ilegales, se vuelven comunes, habituales y son tácitamente aceptados dentro de un determinado grupo, organización o sociedad. Es decir, lo que era una excepción o una desviación pasa a ser la regla no escrita que estandariza el funcionamiento cotidiano.

Este proceso ha tomado fuerza desde que el gobierno copó la Asamblea Legislativa en mayo de 2021. La primera acción de esa legislatura fue destituir a la Sala de constitucional y al fiscal general de manera ilegal y del mismo modo nombró a los sustitutos. Al desaparecer la división de poderes, la asamblea y la corte se convirtieron en simples peones del ajedrez del ejecutivo. La mayor parte de la población, hasta entonces agobiada por el problema de la violencia, no se preocupó por las consecuencias de esas arbitrariedades; se asumió que el presidente necesitaba libertad de acción para impulsar su agenda y se vio la división de poderes como un obstáculo a las iniciativas presidenciales. Hay tres casos que ilustran bien cómo se ha normalizado el autoritarismo, el abuso y la falta de transparencia. 

En marzo de 2022, después de la ruptura del pacto con las pandillas, el gobierno impuso el régimen de excepción. La medida se justificó en un alza de asesinatos y fue acompañada de numerosas reformas legales para procesar a los capturados. Se afirma que ha habido más de 85,000 capturados, se han liberado más de 8,000, lo que se dice un margen de error. La narrativa gubernamental presenta al régimen de excepción como clave en el éxito de su combate a las pandillas, las cuales están prácticamente desarticuladas. Nada justifica su permanencia, pero sus prórrogas han dejado de ser noticia. Es decir, se ha normalizado, con lo cual la ciudadanía y las instituciones han aprendido a funcionar con la suspensión permanente de derechos. Cambiamos la libertad, que quizá nunca valoramos debidamente, por la ilusión de la seguridad; digo ilusión, en tanto que la creciente concentración de poder en el ejecutivo, fatalmente terminará erosionando otras seguridades que asumimos establecidas. En un contexto democrático, estas medidas se considerarían graves violaciones al orden constitucional; se justificaron como emergencia, pero no debían prolongarse indebidamente. Luego vino la reelección para 2024, y poco después la reelección indefinida. Lo uno llevó a lo otro. No es de extrañar entonces que una nueva residencia presidencial se esté construyendo contiguo a la residencia particular del presidente. Esta decisión mezcla obscenamente lo público y lo privado y deja ver que la perpetuación en el poder se da por hecha.

Menos ruidoso, pero igualmente dañino para el futuro del país, es el constante aumento de la deuda pública del país. Este ha sido un problema de larga data, pero nunca había alcanzado los actuales niveles. La deuda pública de El Salvador, incluyendo las obligaciones con los fondos de pensiones, superó los $32 mil millones a inicios de 2025, lo que representa más del 87% del Producto Interno Bruto (PIB). El costo del servicio de la deuda (pago de intereses y capital) para el presupuesto de 2025 es estimado en alrededor de $2,784 millones, un monto que supera al presupuesto combinado de áreas sociales fundamentales como Salud y Educación.

El actual gobierno dispone más recursos que cualquier otro; la recaudación fiscal ha crecido, pero no alcanza a cubrir las crecientes necesidades de financiamiento. Con una Asamblea dominada por el oficialismo, es claro que cualquier préstamo será sumariamente aprobado. La semana pasada se aprobaron 649 millones de dólares más de deuda. Tan eficiente es la asamblea legislativa que solo 38 minutos para finiquitar el tema. A la asamblea también se le llama parlamento, este término refleja su esencia: es el espacio idóneo para el debate, para la contraposición de ideas. Ese rasgo se perdió desde hace años. Tenemos diputados poco calificados para el cargo, basta con sufrir alguna de sus pocas intervenciones públicas. La bancada oficialista no tiene ideas propias, repiten como loros los trillados lemas y argumentos del Ejecutivo. Pero hace bien el trabajo que interesa al Ejecutivo: “puyar” botones. 

Después de siete años en el gobierno, no se ve una apuesta de desarrollo clara y definida. Se ha dilapidado mucho dinero en obras y proyectos, diseñados y ejecutados con criterios políticos: mejorar la imagen presidencial. Y cada ministerio e institución ha aportado sus propias ocurrencias. Nos endeudamos, pero no sabemos si esa deuda implica inversión para el desarrollo o es solo gasto en imagen. Se está hipotecando el futuro del país de manera irresponsable. Esa deuda no la pagará la actual generación, deberá pagarla la siguiente. Se traslada esa carga a salvadoreños que ni siquiera han votado por este gobierno, algunos ni habrán nacido, pero ya tienen con una cuenta por pagar.

Otro tema que se ha normalizado es el ocultamiento de información pública. En abril de 2011 entró en vigencia la ley de acceso a la información pública (LAIP), entre sus objetivos estaban promover la transparencia y el combate a la corrupción. Fue un gran avance y sus efectos se vieron de inmediato. Periodistas, investigadores y ciudadanos tuvieron acceso a información antes oculta y pudieron exigir se les entregara la que se ponía en reserva sin justa razón. Catorce años después el panorama es deprimente. Se castró la ley, el Instituto de Acceso a la información Pública (IAIP) se ha vuelto inoperante, más bien funciona para ocultar información. Cada vez hay más información reservada, a veces con argumentos ridículos. Tenemos un gobierno oscuro en sus intenciones y en sus acciones. Disfruta de la opacidad, que es el mejor ambiente para que prospere la corrupción.

Tenemos tres casos representativos de cómo se han “normalizado” prácticas abusivas y contrarias al estado de derecho, la transparencia y la rendición de cuentas. Las recurrentes prórrogas del estado de excepción han dejado de ser noticia; cada mes, la asamblea cumple una formalidad legal. Hace un año el presidente se regodeaba afirmando que presentaba un presupuesto sin deuda, pero esta crece cada mes. Los funcionarios ocultan toda información que pueda resultarles incómoda. Posiblemente al grueso de la población estos temas le resulten poco importantes. Obviamente incomodan a la ciudadanía consciente, que ha denunciado y protestado como ha podido, pero al final queda inerme frente al aparataje gubernamental que funciona como reloj suizo en lo que le conviene. Por suerte, la prensa independiente sigue informando de los abusos, investiga en lo posible, y cuestiona en los editoriales. 

En estos problemas juega un papel importante el discurso gubernamental en todos los niveles. Ciertamente que ha sido efectivo en “justificar” sus acciones amparado en la magnitud de los problemas, por ejemplo, violencia pandilleril, la cual demandaba acciones expeditas. En otros casos se ha explotado el miedo, como sucedió en el contexto de la pandemia de COVID 19. El manejo del endeudamiento ha sido facilitado por la apatía ciudadana. A diferencia de los impuestos, la deuda no tiene un impacto inmediato, por lo tanto, se tolera. La opacidad gubernamental es más difícil de llevar, un gobierno que se luce denunciando corruptos del pasado se resiste a transparentar su gestión. Peor aún, los casos de corrupción judicializados tienen un sesgo político evidente para cualquiera que esté medianamente informado. Se persigue a otros corruptos, mientras se protege a los propios. 

La normalización convierte lo inaceptable en lo esperado, lo escandaloso en lo corriente, lo cuestionable en digerible. En un proceso paulatino, pero sostenido se han ido disolviendo las barreras éticas y legales, y permitiendo que la restricción de derechos, el endeudamiento y la opacidad se perpetúen sin el escrutinio ciudadano y sin provocar resistencia.

Historiador, Universidad de El Salvador

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