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Ambrogi, el cronista olvidado

Dentro de poco se cumplirán 150 años del nacimiento de Ambrogi; seguramente el aniversario pasará desapercibido en este país que valora tan poco la cultura.

Arturo Ambrogi, figura clave del costumbrismo literario salvadoreño, y el mejor cronista que ha tenido el país, nació el 19 de octubre de 1875 y murió el 8 de noviembre de 1935. 

Provenía de una familia acaudalada y bien relacionada; tuvo condiciones para tener una formación privilegiada en un país todavía muy agrario y provinciano. Ya mayor, desempeñó cargos diplomáticos en diversos países, fue director de la Biblioteca Nacional, cuando esta era realmente nacional, y no un espacio lúdico para adolescentes crónicos como es hoy. 

Como nota oscura en su currículum aparece que fue censor de prensa durante el martinato. Hay cosas peores hoy día, manejar una granja de troles gubernamentales, por ejemplo.

Un rasgo distintivo de su personalidad y de su producción literaria es su curiosidad, capacidad de observación y su peculiar habilidad para captar detalles e insertarlos en la prosa sin que el lector la sintiera recargada o redundante. Por el contrario, el puntillismo de sus descripciones permite adentrarse en el entorno que describe, sumergiéndose en un mar de estímulos sensoriales. Una experiencia estética similar a la que provoca un cuadro impresionista. En ese sentido, Ambrogi es lo contrario de Salarrué. Mientras el primero nos lleva de la mano, nos sienta y nos muestra nimiedades cargadas de significados; Salarrué apenas enuncia, sugiere trazos preñados de posibilidades que un lector aplicado completará a su gusto. 

Esas virtudes descriptivas de Ambrogi pudieron surgir o desarrollarse con su pasión de viajante, de la cual dejó constancia en varias de sus obras. Sus libros de viajes describen espléndidamente los lugares que visitó sin caer en clichés predecibles. Auténtico flaneur, caminaba a paso lento, descubriendo espacios, personas y sensaciones con las cuales mostraba la quintaesencia de esos mundos tan diferentes al trópico del que provenía. Mención aparte merece su ironía y fino sentido del humor, especialmente cuando trataba con otros hombres de letras, a menudo egocéntricos y pretenciosos.

Por su educación, viajes y cultura, Ambrogi era cosmopolita. Sin embargo, pocos literatos mostraron tan profundo amor por su terruño como él. Tuvo la suerte de vivir en una San Salvador con pretensiones parisinas, que en realidad todavía era un pueblón que se atravesaba en poco más de media hora de pausada marcha. A inicios del siglo XX, yendo de sur a norte, San Salvador iba de la Iglesia de Candelaria hasta el Campo de Marte (la actual Juan Pablo II); hacia el oriente terminaba abruptamente en el “zanjón de las Zurita”, razón por la cual había que desviarse rumbo al actual paseo Independencia; que en ese tiempo pretendía ser una salida nueva hacia el oriente, la tradicional era por la Garita y Agua Caliente rumbo a Soyapango. Pero la ciudad ya crecía hacia el oeste, a lo largo de la calle Arce se construían residencias de clase alta. Pero se llegaba tan lejos; no obstante, cuando se construyó el hoy míseramente destruido Hospital Rosales, los citadinos se quejaban de que lo habían construido “tan lejos”.

Las crónicas de Ambrogi sobre ese San Salvador somnoliento e indolente son una deliciosa manera de entender una forma de vida que, a pesar de su provincianismo, o quizá por ello, tenía sus encantos. Una San Salvador que todavía permitía la convivencia e interacción entre diferentes sectores sociales. El café había producido fortunas que permitían a sus dueños viajes de placer a París y San Francisco, pero al regresar al país, estos potentados no tenían problemas en disfrutar de un paseo en el Parque Bolívar, hoy Plaza Barrios. Esa confiada convivencia explica que el presidente Manuel Enrique Araujo, saliera de su despacho y se quedara en el parque leyendo y escuchando música antes de volver a casa. Rutina que facilitó su asesinato. Obviamente, Araujo no andaba escoltas consigo. ¿Se imagina el lector hoy día, al presidente o cualquier pudiente, leyendo el periódico en la Plaza Libertad? 

Yo estudié literatura en la Universidad de El Salvador y no recuerdo haber leído a Ambrogi. Era una figura non grata en un departamento todavía obnubilado por los aires revolucionarios y que creía que la literatura y la poesía debían ser herramientas para la revolución. Abundaban los análisis literarios tipo: cómo se refleja la explotación capitalista en la obra de fulanito de tal; o la violación de los derechos humanos expresada en la novela de zutano. Todo se leía en clave lucha de clases, hasta el poema “Los ojos de los bueyes” de Alfredo Espino. Lo último fue un sarcasmo de un estudiante ya harto de la cosa.

Descubrí a Ambrogi por mi cuenta, a través de “El libro del trópico”. Mi origen campesino me conectó de inmediato con el ambiente de la obra; lo mismo me pasó con “Trasmallo” y “Cuentos de barro” de Salarrué. Pero mi obra ambrogiana de referencia es “El Jetón”, definitivamente. En este libro hay un cuento que he leído muchas veces y siempre disfruto. “El Jetón”, que puede leerse como una estampa sociológica de las relaciones sociales en el campo. Pudo ser el tema de una nota roja de un periódico de inicios de siglo. Trata del asesinato de un indio en el estanco del pueblo, estanco regenteado por la Juana, ex amante de don Rafael, el finquero todopoderoso del lugar. “Don Rafael había tenido que ver con la estanquera. Él le había puesto el estanco. Cuando don Rafael no venía hasta el pueblo a dormir con ella, mandaba al Janiche a que la llevara a la finca”. El indio Jacobo era el amasio de la Juana, pero don Rafael, que todavía gustaba de la hembra, llegó a beber al lugar y terminó seduciendo a la mujer, a la vista del indio, quién intentó apuñalar a su rival, pero fue acribillado por los “espalderos” de este. En realidad, el indio también pretendía cobrar una afrenta anterior. Siendo peón de una de las fincas de don Rafael, fue azotado por atreverse a reclamar su salario completo. En su espalda, “cerca de los riñones perduraba la cicatriz de un verdugón levantado con la punta del acial de cuero trenzado”.

Más tarde aquilaté el valor de la narrativa de Ambrogi para complementar temas para los cuales las fuentes históricas convencionales se quedan cortas. Con “El chapulín”, Ambrogi me hizo sentir la angustia, la impotencia y la rabia de los campesinos cuando veían sus cultivos devorados por los acrídidos, después de haber luchado inútilmente contra ellos. 

Primero tratando de espantarlos haciendo todo ruido posible, después matándolos desesperados, una vez caídos en la siembra. Todo en vano. Yo sabía de los daños que las plagas de langostas causaban a los cultivos antes de la invención de los agroquímicos, las fuentes de archivo muestran cuánto bajaba la producción agrícola en un año de plaga, pero no transmiten la impotencia del hombre frente a la naturaleza como lo hace este escritor.

Dentro de poco se cumplirán 150 años del nacimiento de Ambrogi; seguramente el aniversario pasará desapercibido en este país que valora tan poco la cultura. Vivimos obsesionados con el cambio, asumiendo la improvisación como sinónimo de transformación. Valdría la pena hacer una pausa en el ajetreo diario y volver a nuestros clásicos, Ambrogi entre ellos. Al redescubrirlos, afianzaríamos nuestras raíces y seríamos menos esnobistas, entenderíamos que la realidad no se cambia con luces led y que lo más valioso del país no son los edificios ni la infraestructura, sino su gente.

Historiador, Universidad de El Salvador

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