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La lucha por la verdad

La posverdad no existiría sin internet y, sobre todo, sin redes sociales.

La verdad ya no parece tener el mismo peso que antes. Aun cuando los hechos estén sobre la mesa, muchas personas optan por creer en narrativas que les resultan emocionalmente resonantes, aunque estén completamente desligadas de la realidad. A este fenómeno se le llama: posverdad, un término que alude a una transformación profunda en la relación que mantenemos con la verdad misma.

 La posverdad describe situaciones en las que los hechos objetivos pesan menos en la formación de la opinión pública que los llamamientos a la emoción y a las creencias personales. En este contexto, los hechos ya no tienen prioridad: la verdad ya no se mide por su correspondencia con la realidad, sino por la utilidad que ofrece para reforzar sentimientos, lealtades y visiones del mundo preconcebidas. No es que la gente no pueda acceder a la verdad, sino que prefiere no hacerlo si el costo emocional les resulta alto.

 Una persona puede seguir creyendo que las vacunas son un método de control masivo, incluso ante toneladas de evidencia científica que demuestran lo contrario. El dicho: «dato mata relato», no funciona en tiempos de posverdad. Lo que cuenta es el relato, el miedo, la desconfianza institucional, la necesidad de sentirse parte de un grupo «despierto».

 No debe confundirse la posverdad con la mentira. El mentiroso sabe que lo que dice es falso y busca engañar; la posverdad, en cambio, puede prescindir incluso de esa conciencia. Su núcleo no está en la intención de engañar, sino en privilegiar aquello que refuerza una emoción o una ideología, aunque sea falsa. Tampoco se trata de simple ignorancia: con frecuencia las personas tienen acceso a la información verdadera, pero deciden ignorarla por fidelidad a su tribu política o cultural. Así, el sesgo de confirmación se alimenta de aquello que le da la razón.

 ¿Cómo se llegó a esta situación? Desde el Renacimiento y la ilustración la verdad fue concebida como una conquista racional, aquello que puede comprobarse, medirse, verificarse. La ciencia, el periodismo o la educación se organizaron bajo ese paradigma, pero este modelo comenzó a fracturarse a lo largo del siglo XX. Varios factores se combinaron para debilitar la idea de una verdad objetiva: el relativismo cultural, que cuestionó la idea de una única verdad válida para todos; la crítica postestructuralista, que reveló cómo muchas verdades eran construcciones de poder; la desconfianza creciente en las instituciones modernas, medios, ciencia, gobiernos y, finalmente, la digitalización del conocimiento, que permitió que cualquier narrativa, por absurda que sea, encuentre eco en redes sociales y foros.

 La posverdad no existiría sin internet y, sobre todo, sin redes sociales. El algoritmo, que define lo que vemos, no está diseñado para mostrar la verdad, sino para maximizar la atención y el compromiso. Nada genera más clics, comentarios y compartidos que una noticia emocional, escandalosa o que confirma prejuicios. Un artículo sensacionalista sobre un supuesto complot político, aunque sea completamente falso, puede alcanzar millones de visualizaciones en horas. En cambio, una refutación bien argumentada, pero técnica y fría apenas tendrá impacto. Esto genera cámaras de eco donde los usuarios solo se exponen a ideas que refuerzan lo que ya creen. Se pierde la exposición a la diferencia y, con ella, la posibilidad del diálogo racional.

 La posverdad es una amenaza real para la convivencia democrática y el tejido social. La política se convierte en espectáculo: importa más la apariencia que el contenido, más la narrativa que la gestión, se elige a líderes por su capacidad de emocionar, no de argumentar. La justicia se vuelve frágil porque las pruebas pierden autoridad si la gente no confía en la evidencia. El debate público se degrada, se impone el grito sobre la razón, la creencia visceral sobre la reflexión.

 Frente a este panorama ¿es aún posible reconstruir la confianza en la verdad? No es fácil, pero hay estrategias: educar para el pensamiento crítico desde edades tempranas, aprender a distinguir evidencia de opinión, valorar la duda como una virtud no como debilidad, defender espacios de discurso racional donde el desacuerdo no implique odio, responsabilizar a las plataformas digitales para que no lucren con la desinformación y, sobre todo, entender que el compromiso con los hechos no es una preferencia, sino una obligación moral para vivir en común.

Pastor General de la Misión Cristiana Elim

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