Es urgente reconfigurar la manera en que se mira la infancia.
Es urgente reconfigurar la manera en que se mira la infancia.
La palabra infancia proviene del latín «infans», que significa literalmente “el que no habla”. Este origen etimológico encierra un signo profundo, controversial en el mundo actual: durante siglos se entendió a los niños como seres sin voz, incapaces de expresarse por sí mismos y, por lo tanto, necesitados de ser hablados por otros. La infancia era vista como un estado de carencia, un tiempo incompleto que solo alcanzaba sentido cuando se llegaba a la adultez; no se concebía al niño como sujeto de palabra, sino como alguien por llenar, moldear o dirigir. Se trataba de un trasfondo: una educación que no se pensaba como diálogo, sino como transmisión vertical de contenidos que preparaban a esos pequeños para un mundo que aún no les pertenecía.
En la Antigüedad y la Edad Media, la infancia estuvo marcada por la invisibilidad social. Los niños eran, en muchos casos, asumidos como adultos en miniatura, trabajadores en potencia, ayudantes en las labores de la casa o el campo; una voz (infantil) que no era reconocida, pues se entendía que carecía de valor o de razón. Ese silencio impuesto generó una larga tradición cultural: la infancia como objeto de tutela, más que como interlocutor. Solo con el paso de los siglos, y en particular con la emergencia de la modernidad, comenzó a fraguarse una nueva sensibilidad que veía en el niño no solo un futuro adulto, sino un ser humano pleno en el presente.
Este giro cultural resultó decisivo. La Ilustración (que se desarrolló entre finales del siglo XVII y el siglo XVIII), con pensadores como Rousseau, otorgó a la infancia un lugar inédito: un tiempo propio, digno de cuidado y de una educación diferenciada, acorde con las etapas de crecimiento y los intereses de los niños. Posteriormente, en el siglo XX, este reconocimiento se vio fortalecido con la Declaración de los Derechos del Niño (1959) y con la Convención sobre los Derechos del Niño (1989); instrumentos internacionales que afirmaron de manera explícita derechos fundamentales como la educación, el juego, la salud y, sobre todo, el ser escuchados. No obstante, pese a los avances normativos, la realidad cotidiana de millones de niños sigue marcada por la marginación y por la falta de un reconocimiento efectivo.
Todo este recorrido histórico revela una constante: la infancia fue, durante siglos, sinónimo de silencio impuesto. El «infans» no solo nombraba a un niño sin voz, sino a un sujeto reducido a la tutela de otros, invisibilizado en su propio derecho a expresarse; en realidad, esta herencia cultural aún resuena, incluso cuando hoy proclamamos la importancia de sus derechos.
Conviene hacer aquí una aclaración: la hermenéutica, entendida como el arte de interpretar, no es una noción ajena a este debate. Su término viene del griero hermēneutikós (ἑρμηνευτικός), que significa “el arte de interpretar” o “capaz de explicar”. En el Hermes, el mensajero se relaciona al dios mensajero de los dioses griegos, quien transmitía mensajes y los hacía comprensibles para los humanos. Una interpretación que se ajustaba a realidades diversas, a experiencias de vida, en el que muchas veces, los seres humanos eran silenciados, por la fuerza o por la manipulación. La hermenéutica, en este sentido, se convierte en una herramienta para descifrar y dar significado a esas experiencias ocultas, permitiendo una comprensión más profunda de las realidades infantiles que han sido históricamente marginadas.
Al contrario, el silencio de la infancia no debe entenderse como vacío, sino como un lenguaje encubierto que reclama ser escuchado y descifrado. Interpretarlo significa descubrir los sentidos que laten en un juego, en una pregunta ingenua o en un dibujo. Allí donde antes se percibía carencia, la hermenéutica invita a reconocer presencia: una voz que quizá no se ajusta a los códigos adultos, pero que encierra un horizonte propio de significado. En este sentido, la UNICEF (2019) ha señalado que los niños y niñas, incluso cuando no se expresan verbalmente, transmiten significados profundos a través de gestos, silencios o expresiones creativas, y que reconocer estas formas de comunicación es fundamental para garantizar su derecho a ser escuchados y tomados en cuenta en todas las decisiones que afectan su vida.
Desde esta mirada, la infancia no puede reducirse a un “objeto” de protección o a una categoría estadística. Comprenderla implica escuchar sus símbolos, sus modos de relación con el mundo y sus expresiones cotidianas. Por eso es que, un juego no es solo entretenimiento: es lenguaje, exploración del cuerpo, construcción de vínculos. Una pregunta infantil no es una ocurrencia ingenua: es apertura al sentido, y la educación debería acogerla y nutrirla.
En consecuencia, educar en la infancia no es simplemente transmitir saberes, sino propiciar un espacio cultural donde convergen dimensiones pedagógicas, psicológicas, sociales y filosóficas; en ese sentido, conviene asumir una visión interdisciplinaria, como una condición necesaria para acoger la complejidad de la niñez y dar cabida a su palabra. El riesgo de permanecer únicamente en lo técnico es evidente: programas bien diseñados pueden terminar reduciendo a los niños a receptores pasivos, sin atender lo que sienten, piensan o necesitan en su vida cotidiana.
Este desafío se hace visible en El Salvador con la Ley Crecer Juntos (Asamblea Legislativa, 2023), que constituye un marco legal avanzado en materia de derechos de la primera infancia, niñez y adolescencia, pero que enfrenta la disyuntiva entre ser aplicada como un catálogo normativo o como una verdadera apertura a la participación infantil. Si se descuida la perspectiva hermenéutica, existe el riesgo de que la ley quede reducida a cifras, protocolos y procedimientos, sin llegar a reconocer los lenguajes encubiertos de la niñez. Paradójicamente, aun proclamando derechos, las sociedades pueden seguir reproduciendo el viejo esquema del infans: se reconoce la palabra, pero no se crean espacios genuinos para escucharla y dejar que transforme la vida social.
Es urgente reconfigurar la manera en que se mira la infancia. Más allá de leyes y programas que, aunque necesarios, corren el riesgo de volverse letra muerta, lo que realmente está en juego es un horizonte cultural que reconozca a niños y niñas como interlocutores válidos de la vida social. La hermenéutica hace énfasis que interpretar es dialogar, una referencia que pone en relieve que toda voz merece ser acogida en su contexto. La educación, entonces, no debería limitarse a instruir, sino convertirse en un acto de hospitalidad hacia la palabra del niño: dejar que irrumpa en la lógica adulta para cuestionarla, desestabilizarla y renovarla.
En lo cotidiano, esto se traduce en gestos mínimos pero radicales: detenerse a escuchar una pregunta incómoda en el aula, dar espacio a un dibujo cargado de emociones, reconocer el relato que un niño teje sobre su propio barrio o familia. En cada uno de esos signos late un sentido que reclama ser interpretado. Ignorarlos sería volver a convertir la educación en una maquinaria de instrucción vacía, y la infancia, una vez más, en silencio. Asumir a la infancia como un territorio humano pleno significa interpelar nuestras certezas. No se trata de verla como un simple tránsito hacia la adultez, sino como una voz capaz de anticipar futuros posibles y, al mismo tiempo, cuestionar los cimientos de lo presente. Allí radica la paradoja: escuchar a los niños es incomodar a la sociedad adulta, pero también es la única manera de construir un porvenir distinto.
Recordar el origen de la palabra infans (el que no habla) no debería servir para justificar la mudez, sino para dimensionar el desafío: devolverles la voz a quienes históricamente se les negó. Como advierte Freire (2005), “nadie educa a nadie, nadie se educa solo, los hombres se educan entre sí mediatizados por el mundo” (p. 72); la voz de la niñez, es una voz que tiene vida, que tiene imaginación, es mediación y posibilidad de transformación. UNICEF (2019) insiste en que los niños tienen derecho a ser escuchados en todos los asuntos que les afectan, y que su participación no es un favor, sino un principio rector de los derechos humanos. Y, en términos discursivos, Van Dijk (2016) recuerda que el poder se ejerce también controlando quién habla y quién es silenciado; devolver la voz a la infancia es, en ese sentido, un acto de justicia discursiva y social.
Cuando esa voz resuena, no habla solo por sí misma; arrastra consigo el eco de generaciones que esperan un futuro más justo, más humano, más digno. Escucharla no nos pondrá siempre de acuerdo (y no tendría por qué hacerlo), pero sí nos obligará a pensar desde la diferencia. Ese, quizá, es el verdadero sentido de la educación y el debate social que nos debemos como país.
Académico Facultad Multidisciplinaria de Occidente UES
Referencias
Asamblea Legislativa de El Salvador. (2023). Ley Crecer Juntos para la protección integral de la primera infancia, niñez y adolescencia. Diario Oficial, tomo 439, número 119.
Freire, P. (2005). Pedagogía del oprimido (2.ª ed.). Siglo XXI Editores.
Naciones Unidas. (1959). Declaración de los Derechos del Niño. Adoptada por la Asamblea General de las Naciones Unidas, Resolución 1386 (XIV), de 20 de noviembre de 1959. https://www.un.org/es/about-us/universal-declaration-of-human-rights
Naciones Unidas. (1989). Convención sobre los Derechos del Niño. Adoptada por la Asamblea General de las Naciones Unidas, Resolución 44/25, de 20 de noviembre de 1989. https://www.ohchr.org/es/instruments-mechanisms/instruments/convention-rights-child
UNICEF. (2019). La voz de la infancia: El derecho a ser escuchado. Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia. https://www.unicef.org
UNICEF. (2019). La voz de la infancia: El derecho a ser escuchado. Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia. https://www.unicef.org
Van Dijk, T. A. (2016). Discurso y poder. Gedisa.
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