La historia nos ha demostrado la fuerte vinculación del arte con la sociedad. Tal es esta relación que solemos entender el arte como la firma de una cultura enmarcada en un periodo y un espacio específicos. Esta verdad es incuestionable: el arte nace de necesidades sociales concretas y es más o menos fructífero según las realidades que lo rodean.
Si tomamos el Neoclasicismo como ejemplo, distinguimos que surge de la necesidad ilustrada de racionalizar el arte y encuentra esa solución en la cultura clásica y en el Renacimiento que vincularon la estética con la ciencia. En cambio, el Romanticismo se opuso a estos preceptos y respondió a la necesidad de liberar el arte de sus camisas de fuerza racionales. Fue igualmente —o incluso más— prolífico, en parte porque creció en un contexto de giro «antifrancés» dentro de las potencias europeas.
La independencia del arte frente al tiempo es incompatible con su propia razón de ser. Por eso planteo a menudo que el arte es reflejo de la salud de una sociedad. Si no es prolífico, es porque las realidades sociales no permiten su crecimiento; y si se reduce a la repetición, es porque no hay un terreno fértil del cual brote la creatividad.
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Además, la creatividad necesita una justificación para existir y cobrar relevancia en el contexto en el que nace. De ahí que pensemos que el arte florece con más fuerza en entornos ricos en historias y escenarios, mientras que difícilmente emerge en ambientes insípidos.
Este planteamiento nos lleva a pensar que en tiempos difíciles y de miseria la creatividad brota con mayor intensidad, porque el contexto impacta los sentimientos humanos y despierta la empatía hacia quienes sufren. En cambio, en épocas excesivamente apaciguadas, cuando se anhelan historias interesantes, el arte suele deslucirse.
La evidencia actual muestra que, en tiempos de bonanza, el arte tiende a volverse panfletario y superficial, alimentado por conflictos ajenos —a menudo del pasado— que derivan en copia o manierismo. Es también cuando surge el «síndrome del artista mártir»: personas privilegiadas que luchan contra problemas que no perciben o no les pertenecen. En cambio, el arte sometido a persecución y censura suele encontrar caminos más ingeniosos para sobrevivir y, muchas veces, proliferar de manera clandestina.
Pero este planteamiento genera una paradoja: si el arte se lleva mejor con los tiempos difíciles que con los momentos airadamente apaciguados, ¿por qué las sociedades más sometidas no son grandes dadoras de obras de arte?
La respuesta exige un panorama más amplio: debemos entender el arte como parte fundamental de la narrativa social (es decir, las historias que compartimos dentro de una sociedad y que construyen nuestra identidad). Y es aquí donde surge el conflicto.
Las sociedades que rechazan el arte de manera explícita tienden a obviarlo, obligando a los artistas a salir de sus países —si es que pueden— para difundir los problemas que enfrentan. Estas sociedades no ven en el arte una solución, sino un lujo burgués o una actividad innecesaria.
Pensemos en un país donde, desde hace años, la difusión del arte no es prioritaria y que, además, se encuentra bajo una dictadura.
Primero, si no existe conocimiento de la producción artística, la demanda decae y la oferta no podrá suplir esa necesidad general inexistente. Existen diversos factores, en los que destacan: la ignorancia de sus gobernantes o el clasismo de los líderes del sector cultural, entre otros.
Seguidamente, si no hay una demanda de arte, en tiempos de bonanza, no existe la necesidad de crear obras y, a lo sumo, lo que se crean son imitación o manierismo de expresiones extranjeras o pasadas.
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Y, por último, cuando los tiempos de bonanza acaban y comienzan tiempos difíciles, la demanda de arte ha decaído social y estéticamente a tal punto que se convierte en un insustancialidad social y las personas especialmente sensibles con la creación verán en la frustración su única relación con el arte. Esto sin contar que quienes pueden hablar temen a censurados.
Esto crea sociedades cuyas narrativas sociales cotidianas se centran en las verdades insustancialidades y los grandes referentes son personajes moldeados al estilo más puro de muñecos de escaparates.
Vale mencionar que una sociedad cuyos referentes son personas que no aportan más que banalidad, futilidad y contenidos burdos, es una sociedad sin pensamiento crítico y, por lo tanto, condenada al dominio continuo de cualquiera que se lo proponga.