Después de todo, las malas palabras son lo que son y no hay hipocresía, pero también pueden ser parte del elogio, orgullo, del dolor y del sufrimiento. Roque Dalton lo sabía y clavó en el corazón del “Poema de amor” ese verso: “Los guanacos hijos de la gran puta”.
Como en las leyes, en las palabras la intención cuenta y, tal vez, en el caso de las malas palabras, las define. Lo anterior me hace recordar, más allá del martillo en el dedo, el tráfico o las batallas de los estadios de fútbol, una de las escenas más atípicas y creativas de la televisión de principios del siglo XXI, y que aún en estos días destaca en la selva de las plataformas de streaming.
En The Wire (2002-2008, cinco temporadas y sesenta episodios), la aclamada serie de HBO que suele aparecer en muchos de los listados de las diez mejores de todos los tiempos, dos detectives de la Policía de Baltimore, Maryland, a regañadientes se ven obligados a revisar casos antiguos en los que sospechan la implicación de secuaces clave del narcotraficante escurridizo y peligroso que tiene en jaque a las autoridades desde hace rato. Sin embargo, al revisar en el lugar de los hechos el expediente judicial del asesinato de una chica, y según examinan fotografías de la víctima y trayectorias balísticas, se dan cuenta que la investigación original ha sido un fiasco y de que los descubrimientos podrían darles ventaja en la cacería del traficante.
Lo que une la secuencia de un hallazgo con otro es un sonoro o, a veces, susurrante “fuck” (maldición, mierda o joder): cinco minutos magistrales en los que el diálogo entre los personajes es nada más la desmesura de una treintena de maldiciones moduladas según el instante, la sorpresa o la acción. No es lo mismo un “fuck” al lastimarse el pulgar por accidente con una cinta métrica que se retrae de golpe que el “fuck” al descubrir el porqué del orificio en la ventana. Esto sucede en “Old Cases”, el cuarto episodio de la primera temporada, un derroche poco ortodoxo de “malas palabras” utilizado para darle especial significación, expresividad e intencionalidad a una escena que ha hecho correr ríos de tinta.
Pero no basta con el resorte de la intención: las malas palabras necesitan su coronación en el estruendo. De ahí su naturaleza catártica y terapéutica. Esto me lleva a otro ejemplo que, aunque no tiene nada que ver con la blasfemia, sí es útil cuando hablamos de la sonoridad de las palabras necesarias y oportunas. El escritor mexicano Álvaro Enrigue, en su novela “Tu sueño imperios han sido”, uno de los diez mejores libros de 2024 según The New York Times Book Review, publica, a manera de guía-prólogo en la versión en español, una carta a su correctora Teresa Ariño. En ella ayuda a entender y familiarizar al lector con las grafías de los nombres nahuas y su pronunciación en el relato, puesto que el libro trata sobre el momento histórico del encuentro entre el emperador Moctezuma y el caudillo Hernán Cortés, el 8 de noviembre de 1519.
Pintura de Roque Dalton parado sobre las frases de uno de sus poemas, en el Mercado Cusatlán. Foto: EDH / Archivo
Luego de explicar el porqué y el cómo de varios nombres de los personajes, en la carta a su correctora se detiene en uno: “Notarás una inconsistencia: dejé Moctezuma y no puse Moteucsoma porque ese nombre me gusta más en castellano. Es una novela, y en las novelas —a Cervantes gracias — todo, hasta la ortografía, sirve al relato. Lo de la “c” y la “t” juntas es explosivo, como lo es el personaje que lleva ese nombre en esta historia”.
Las palabras importan; por eso las “malas” deben tener pólvora, precisión y un poco de tormenta.
A esto se refería el humorista gráfico y escritor argentino Roberto Fontanarrosa (1944-2007) en su famoso discurso sobre las malas palabras en la clausura del III Congreso de la Lengua en Rosario, Santa Fe, el 20 de noviembre de 2004, al que tuve el gusto de presenciar: “Hay otra palabra que quiero apuntar, que creo que es fundamental en el idioma castellano, que es la palabra “mierda”, también es irreemplazable. Y el secreto de la contextura física está en la “R”, anoten las docentes, en la “R”, porque es mucho más débil como lo dicen los cubanos, “mielda”, que suena a chino. Y no solo eso, yo creo que ahí está la base de los problemas que ha tenido la revolución cubana, la falta de posibilidad expresiva”, dijo con humor mientras nos partíamos de la risa en el Teatro El Círculo.
Después de todo, las malas palabras son lo que son y no hay hipocresía, pero también pueden ser parte del elogio, orgullo, del dolor y del sufrimiento. Roque Dalton lo sabía y clavó en el corazón del “Poema de amor” ese verso: “Los guanacos hijos de la gran puta”. Por eso el golpe en el corazón cuando lo escuchamos o leemos, por eso las lágrimas, por eso la congoja: porque entendemos la intención y el estruendo.
Así que, a estas alturas, los salvadoreños hemos elevado a las malas palabras hasta el ostento para dirigirnos, a veces, al poder y a la miseria. Y, parafraseando a Dalton y a Kate Millet, a lo mejor las malas palabras en El Salvador ya son, han sido, “una categoría política”.