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El suicidio, un problema de salud pública

La empatía, tan escasa en estos tiempos, es quizá la herramienta más poderosa para tender un puente entre la vida y la muerte.

¿Qué pasa por la mente de una persona para que decida atentar contra su vida?

Es una de las preguntas más difíciles de responder. El suicidio no distingue fama, éxito ni reconocimiento. Golpeó, por ejemplo, a Anthony Bourdain, reconocido chef internacional, y a Robin Williams, actor que nos hizo reír y reflexionar al interpretar a “Patch Adams”. También estremeció a la Iglesia Católica cuando dos sacerdotes —uno italiano de 35 años y otro colombiano radicado en Estados Unidos— decidieron quitarse la vida.

Estos últimos casos no fueron ocultados por la Iglesia; al contrario, fueron visibilizados, quizá con la intención de resaltar la gravedad de un problema que es, además de una emergencia médica psiquiátrica, un reflejo del fracaso de la sociedad en torno a la salud mental. El peso que llevaban sobre sus hombros resultó insoportable. Y quiero dejar claro algo: jamás abordaría un tema tan duro y cercano con intención de juzgar a nadie. ¡Jamás!

El suicidio es hoy una de las principales causas de mortalidad, según los organismos internacionales de salud. Y aunque no es sencillo “entrar en la mente” de quien contempla esa decisión, sí existen señales que a menudo ignoramos. ¿Cuántas veces hemos preguntado a alguien cercano —a quien vemos triste, desanimado o con un cambio de personalidad— qué le ocurre realmente? Con frecuencia preferimos mirar a otro lado, convencidos de que debemos ser “los fuertes”.

Más dramático resulta pensar en los sacerdotes jóvenes que decidieron terminar con su vida en un mundo donde, paradójicamente, tenemos el conocimiento y la tecnología al alcance de la mano, pero seguimos hundidos en cosas superficiales. Somos adictos a una pantalla táctil y, sin embargo, incluso allí, en las redes sociales, a veces aparecen señales evidentes: alguien anuncia su intención de suicidarse. Paradójicamente, lo más común es que quien llega a consumarlo no lo anuncie, y cuando tenemos una oportunidad de intervenir, ¿qué hacemos? Muchas veces, nada.

Recuerdo el caso de un amigo que vio entre sus contactos a un joven escribiendo que se quitaría la vida en cuestión de minutos. Logró hablarle por Messenger, aunque no se conocían en persona. Lo escuchó, le hizo sentir que a alguien le importaba. Hoy, tres años después, ese joven sigue vivo.

Las estadísticas son contundentes: entre los jóvenes de 15 a 29 años, el suicidio es la segunda causa de muerte en el mundo. ¿Qué significa perder a un joven en una sociedad ya de por sí violenta? Significa perder a lo mejor de nosotros. Cuando muere un joven, no solo pierde su familia: pierde la sociedad entera. No hay reemplazo. En cambio, cuando un joven es rescatado, es el mundo el que sigue respirando.

El problema es complejo. El Salvador ocupa el tercer lugar en Latinoamérica en índices de suicidio, después de Cuba y Uruguay. Es fácil atribuir el fenómeno a la pobreza o a los sistemas políticos, pero los contrastes son reveladores: Uruguay, un país educado, con una vida relativamente tranquila y altos niveles culturales, también enfrenta tasas elevadas. Dos realidades distintas, unidas por un mismo dolor. ¿Qué pasa, entonces, con nosotros?

Tras los terremotos de 2001, comprendí que uno de los grandes vacíos de nuestro país es la falta de una política sólida de salud mental. Y aunque una política por sí sola no es la solución —al igual que tampoco basta con conmemorar cada 10 de septiembre el Día Mundial de la Prevención del Suicidio—, sí resulta urgente un diagnóstico serio sobre el estado de la salud mental en nuestra población. Muchos sienten que se topan con un muro y no encuentran dónde acudir. En esos minutos decisivos, alguien que escuche puede marcar la diferencia entre la vida y la muerte.

Debemos recordar que el suicidio no respeta clase social, género, edad, etnia ni nivel educativo. De ahí que sea necesario impulsar estudios cualitativos que permitan comprender mejor los factores detrás de cada caso, entrevistando a familiares y personas cercanas para aprender y prevenir.

La empatía, tan escasa en estos tiempos, es quizá la herramienta más poderosa para tender un puente entre la vida y la muerte. Un buen termómetro para medir nuestra salud mental colectiva es la forma en que conducimos en las calles: allí se refleja la tolerancia o la agresividad de una sociedad.

Seamos agentes de bien. El suicidio puede tocar a cualquiera de los nuestros. Seamos sensibles al dolor silencioso del otro y estemos dispuestos a ofrecer ayuda. Porque salvar una vida significa salvar al mundo. Y hoy, en un planeta cada vez más convulso, enfrentamos nuevos riesgos: incluso la inteligencia artificial, si se usa mal, podría convertirse en un arma mortal.

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