Las ojeras se celebran como trofeos, el insomnio como prueba de disciplina, y el burnout como señal inequívoca de que “lo estás dando todo”.
Las ojeras se celebran como trofeos, el insomnio como prueba de disciplina, y el burnout como señal inequívoca de que “lo estás dando todo”.
Dicen que el esfuerzo todo lo puede. Que si trabajas dieciséis horas al día, duermes con un ojo abierto y desayunas ansiedad con café, algún día llegarás a la cima. ¿La cima de qué? Bueno, de la gastritis, el burnout y quizá del hospital más cercano.
¡Y cuidado si te quejas! Porque exigir una paga justa, horarios laborales razonables, tiempo de ocio y un poco de descanso nos convierte en una generación de cristal. Una generación que “quiere todo fácil” o que “no está dispuesta a dar la milla extra”. Pero ¿realmente somos de cristal o simplemente estamos exigiendo derechos básicos universales?
No queremos todo fácil, estamos conscientes de que hay que trabajar por ello. Sin embargo, se ha romantizado peligrosamente el esfuerzo que parece que si no pasamos un calvario para obtener lo que queremos, entonces no lo vale. Pareciera que, si no pusiste en riesgo tu salud mental y física, drenaste tus energías no es un logro tan valioso.
La romantización del esfuerzo es uno de los mitos más rentables de nuestro tiempo. Se nos repite que todo es posible si trabajamos lo suficiente, que las ojeras son una medalla y el insomnio un paso hacia el éxito. Pero esa narrativa es cruel: convierte el cansancio en virtud y al fracaso en una culpa personal.
Esta narrativa del “si trabajas lo suficiente, lo lograrás” tiene varias grietas. Una de ellas, y quizá la más considerable, es que ignora las desigualdades estructurales. La romantización del esfuerzo constituye una narrativa que privilegia la ética del sacrificio sobre el análisis de las condiciones estructurales. Este enfoque plantea que el éxito depende exclusivamente de la disciplina individual, invisibilizando otros factores. Hace parecer que el fracaso se debe únicamente a la falta de disciplina, cuando en realidad influyen factores como el acceso a educación, redes de apoyo, recursos económicos o hasta la salud mental.
Dicha situación normaliza dinámicas de explotación laboral, pues el cansancio extremo se interpreta como capacidad humana. Se confunde la dignidad del trabajo con la glorificación del desgaste. Las ojeras se celebran como trofeos, el insomnio como prueba de disciplina, y el burnout como señal inequívoca de que “lo estás dando todo”. Pero detrás de ese barniz motivacional se esconde un sistema que aplaude la explotación, mientras nos convence de que el desgaste es mérito personal. Frases como “el que quiere, puede” o “dormir es de débiles” legitiman jornadas extenuantes y la precarización laboral, en lugar de cuestionar las condiciones que obligan a la gente a sobreexigirse.
Asimismo, se desvaloriza el descanso y el ocio, reduciendo la vida a la lógica productivista. ¿Cómo te atreves a no ser productivo las 24 horas del día? “Descansar es pecado y disfrutar es sospechoso.” Bajo esta lógica, solo lo productivo es valioso. El ocio, el autocuidado o simplemente el disfrute se ven como pereza, cuando en realidad son necesarios para la vida y la creatividad.
El individuo, en consecuencia, es responsabilizado de manera absoluta por sus logros o fracasos, cargando con culpas que deberían distribuirse en la esfera social y estructural. Si algo no sale bien, el discurso de la romantización del esfuerzo lleva a la culpa personal: “no lo lograste porque no trabajaste lo suficiente”. Se borran las barreras externas y se instala la idea de que el esfuerzo constante es la única vía legítima al éxito.
El esfuerzo es valioso, sí, pero no debería ser romantizado. Más bien, necesita ser acompañado de condiciones justas, acceso equitativo a oportunidades, reconocimiento de los límites humanos y un cambio cultural que no glorifique el agotamiento como si fuera sinónimo de grandeza. El esfuerzo sin condiciones dignas es solo desgaste, y glorificarlo es una manera elegante de justificar la explotación. El descanso y el disfrute también sostienen la vida, aunque nos hagan creer lo contrario. Romantizar el esfuerzo es, en el fondo, deshumanizarnos. Lo verdaderamente revolucionario no es trabajar hasta morir, sino exigir que trabajar para vivir no nos cueste la vida.
Es urgente desmitificar el esfuerzo como ideal romántico y situarlo en un marco más amplio de justicia social, donde el trabajo conserve dignidad, pero no se convierta en un instrumento de desgaste ni en una coartada para perpetuar desigualdades.
Consultora política y Miss Universo El Salvador
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