El precio de la anona no refleja solo la escasez del fruto: refleja la escasez de visión de un país que destruyó su sistema productivo sin tener nada mejor para poner en su lugar.
El precio de la anona no refleja solo la escasez del fruto: refleja la escasez de visión de un país que destruyó su sistema productivo sin tener nada mejor para poner en su lugar.
Adán Ramos tocó el timbre con incertidumbre, fatiga y ansiedad. Se sentía cansado después del largo trayecto que había recorrido, a pie y en bus, desde el departamento de Cuscatlán hasta las faldas del volcán de San Salvador.
Al abrir la puerta, Anita, de quince años, lo reconoció al instante. Llamó a su madre, Aideé, a quien la curiosidad del rostro se le borró para ser sustituida por más tristeza, un sentimiento que acumulaba desde hacía meses gracias a sucesos que no podía controlar.
No hay nada que mi esposo pueda hacer, Adán.
Pero niña Aideé– suplicó Adán – me han quitado mi lote, mi casa y no tengo como dar de comer a mis hijos.
Adán Ramos era uno de los tantos colonos que habitaban la finca del esposo de Aideé. Había llegado a ella hacía quince años y se había casado con una oriunda del lugar, cuyos antepasados llevaban más de doscientos años de habitar en ese pueblo cuscatleco. Adán y ella habían procreado once hijos. Vivían de sus cosechas y del salario que el finquero le pagaba a Adán por sembrar su tierra.
Promulgada la Ley Básica de la Reforma Agraria, Decreto 153, del 6 marzo 1980, la finca había sido arrebatada a Aideé y su cónyuge. Los colonos en ella habían sido expulsados, sin recursos y sin futuro.
Al despedirse de Adán, Aideé rompió en llanto. No solo ella se había quedado sin patrimonio y subsistencia, también Adán Ramos y su familia, y decenas de otros colonos, a los que apreciaba, habían terminado en la miseria. Anita observaba toda la escena, jurándose, a sí misma, que jamás olvidaría lo que observaba y vivía su familia en ese momento de 1981.
La mirada desde afuera: Carter, Reagan y la Guerra Fría
Para comprender el trasfondo de la reforma agraria salvadoreña no basta con mirar hacia adentro; hay que entender la geopolítica del momento. En 1979 la revolución sandinista en Nicaragua había derrocado a Somoza, y Washington temía que El Salvador siguiera el mismo camino. El presidente Jimmy Carter, con su discurso de derechos humanos y reformas sociales, vio en la redistribución de tierras una válvula de escape para reducir la desigualdad y frenar la insurgencia. Fue la teoría antes que el conocimiento del cerebro y el comportamiento humanos.
Carter pensó que al quitarle poder económico a los pequeños, medianos y grandes terratenientes, y dar tierras a los campesinos, se desactivaría la bomba social que alimentaba a la guerrilla. Pero, como advertiría Nietzsche, el resentimiento nunca construye; solo destruye. La medida fue reactiva, ideológica y apresurada, más cercana a la lógica del castigo que a la del desarrollo.
Cuando Ronald Reagan asumió en 1981, la estrategia cambió: la prioridad fue la guerra, el apoyo militar y el combate directo contra el FMLN. La reforma agraria, que ya venía mal diseñada y peor implementada, quedó como un cadáver burocrático: un modelo ineficiente, desfinanciado y cada vez más corrupto.
El peso de la migración de 1969
Un detalle que rara vez se recuerda en el debate sobre la reforma agraria es la herida abierta en 1969, tras la llamada “Guerra de las 100 horas” con Honduras. En ese conflicto, cerca de 300,000 salvadoreños que habitaban en territorio hondureño fueron expulsados o huyeron, dejando atrás parcelas, casas y comunidades que habían cultivado durante décadas.
El Salvador, un país ya de por sí pequeño y densamente poblado, tuvo que absorber de golpe a esta masa de retornados. El gobierno los concentró en improvisados asentamientos conocidos como “mesas”, sobre todo en zonas rurales del norte y oriente del país. Aquellas mesas eran poco más que ghettos campesinos: chozas de cartón y lámina, hacinamiento, falta de tierra propia y un profundo resentimiento por haber perdido todo en Honduras y no encontrar nada en su tierra natal.
Durante los años 70, estos retornados se convirtieron en un símbolo del problema agrario. Su situación fue instrumentalizada políticamente: se dijo que la reforma debía darles tierra y futuro. Pero en la práctica, lo que recibieron fueron cooperativas improvisadas, tierras mal administradas y un nuevo desarraigo. Aquellos campesinos, doblemente desplazados —primero de Honduras, luego de sus propias raíces rurales en El Salvador—, quedaron atrapados en un sistema que nunca resolvió su miseria.
Urbanización, medio ambiente y canasta básica
Una de las consecuencias más visibles fue la urbanización acelerada. Las tierras que antes eran cafetales, con árboles de sombra que daban anonas, guanabas, zapotes y naranjas, se convirtieron en centros comerciales y colonias de casas mínimas. Se ganó espacio para el consumo inmediato, pero se perdió la base de la seguridad alimentaria.
La deforestación arrasó con la fauna, redujo la infiltración de agua en los mantos acuíferos y aumentó el riesgo de inundaciones. La canasta básica, que en los años 80 costaba menos de treinta dólares, hoy supera los 250 en zona urbana. Lo que antes era parte del paisaje rural cotidiano —una anona madura sobre la rama de un árbol de café— hoy se ha vuelto un artículo de lujo, inaccesible para la mayoría.
La estupidez estructural que describió Cipolla se hace evidente: al destruirse el sistema agrario, todos perdimos. Los terratenientes perdieron sus haciendas, los campesinos perdieron su sustento, el país perdió su soberanía alimentaria. Nadie ganó.
El resentimiento como motor político
Nietzsche advertía que el resentimiento crea una moral de venganza: el débil no busca superarse, busca arrastrar al fuerte al mismo nivel de impotencia. Eso fue la reforma agraria salvadoreña: una política de igualación en la miseria.
No se diseñó un modelo productivo sostenible, no se impulsó la tecnificación, no se invirtió en salud y educación rurales, no se crearon políticas de subsidios ni beneficios estatales para modernizar la agricultura. En vez de construir, se castigó. El resultado fue un campo desarticulado, cooperativas corruptas y comunidades campesinas fragmentadas.
Algunos intelectuales justificaron la reforma como un acto de justicia histórica; otros la denunciaron como un error monumental. Hoy, a la distancia, parece claro que fue un experimento político marcado por el ressentiment y ejecutado bajo la lógica de la estupidez humana de Cipolla.
La migración como consecuencia económica
La versión oficial insiste en que la migración masiva de los 80 se debió a la guerra civil. Pero quienes vivimos esa época y los expertos en el tema sabemos que antes de que sonaran los fusiles ya había un éxodo silencioso. Con la destrucción del sistema de colonato, miles de familias quedaron sin tierra y sin comunidad. La finca, con todos sus defectos, daba techo, comida y sentido de pertenencia.
Cuando ese mundo se desmoronó, muchos no tuvieron más opción que emigrar. Primero hacia México, luego hacia Estados Unidos. La guerra aceleró el proceso, pero la semilla de la migración ya estaba sembrada por la crisis agraria. La diáspora salvadoreña es hija tanto de las balas como del hambre.
Una anona como espejo del país
La anona de veinte dólares resume esta historia. Antes, esos árboles crecían en abundancia junto a los cafetos, dando sombra y alimento. Hoy sobreviven en lotes aislados, en manos de productores que los venden como rareza. El precio no refleja solo la escasez del fruto: refleja la escasez de visión de un país que destruyó su sistema productivo sin tener nada mejor para poner en su lugar.
La anona resentida es el espejo de la reforma agraria resentida: ambas son símbolos de cómo el resentimiento y la estupidez pueden moldear el destino de una nación.
¿Qué pudo ser distinto?
La pregunta inevitable es: ¿Qué hubiera pasado si, en lugar de destruir, se hubiera reformado?
Si se hubieran dado subsidios inteligentes a pequeños y medianos productores.
Si se hubiera tecnificado la agricultura y la ganadería.
Si se hubiera invertido en salud, caminos modernos y educación rural.
Si se hubiera regulado la concentración de tierras sin arrasar con toda la estructura productiva.
Tal vez hoy la anona costaría un dólar y no veinte. Tal vez no dependeríamos de importaciones para llenar la canasta básica. Tal vez cientos de miles de salvadoreños no hubieran tenido que emigrar.
Conclusión: entre Nietzsche y Cipolla
La historia de la reforma agraria salvadoreña puede leerse como un caso de manual del ressentiment nietzscheano y de la estupidez cipolliana. El resentimiento empujó a destruir lo existente en vez de mejorarlo; la estupidez impidió ver que el resultado dañaría a todos.
Hoy, cuatro décadas después, seguimos pagando el precio en la mesa y en la memoria. La anona de veinte dólares no es solo una fruta: es el símbolo de un país que eligió castigar en lugar de construir, que confundió justicia con venganza y desarrollo con destrucción.
Y mientras los árboles de anona desaparecen, lo que queda es la lección amarga: sin visión, sin inteligencia colectiva y sin capacidad de superar el resentimiento y la envidia, los pueblos no producen frutos, sino escasez. ¡Hasta la próxima!
Médico, Nutrióloga y Abogada
La realidad en tus manos
Fundado en 1936 por Napoleón Viera Altamirano y Mercedes Madriz de Altamirano
Director Editorial
Dr. Óscar Picardo Joao
2025 – Todos los derechos reservados . Media1936