Light
Dark

Entre el privilegio y la tentación de la ofensa

Necesitamos un debate público donde el disenso no sea sinónimo de enemistad, donde la crítica sea un ejercicio de madurez.

Por: Jaime Ramírez Ortega

La libertad de expresión, reconocida en el artículo 6 de la Constitución, es un derecho que debería unirnos como sociedad en la diversidad de pensamientos. Sin embargo, muchas veces se convierte en el campo de batalla donde los insultos, las calumnias y las injurias reemplazan a los argumentos. Y lo triste es que, al hacerlo, degradamos lo que debería ser un privilegio nacional a un simple espectáculo de improperios. Podemos disentir, criticar, proponer, denunciar. Pero esa libertad no es absoluta: la misma Constitución pone límites claros cuando se afectan la moral, el honor y la dignidad de los demás. 

 Dicho de otro modo: la libertad de expresión no protege la injuria ni la calumnia. Este derecho no fue concebido para que la palabra se use como piedra arrojadiza. Fue diseñado como puente para comunicar ideas, contrastar puntos de vista y enriquecer el debate democrático. Confundir libertad con libertinaje es como regalarle un violín a una persona que no sabe ni tocar el pito de plástico: no es que el violín sea malo, es que no se supo apreciar su valor. En nuestro tiempo, parece que el arte de disentir se ha reducido a ver quién insulta con mayor creatividad o el que usa el megáfono mas grande. 

 Las redes sociales se han vuelto el mejor ejemplo de ello: un mercado donde se grita, se acusa y se calumnia con la misma ligereza con la que se venden tomates. Al final, lo que queda no es diálogo, sino ruido. La primera solución a este problema comienza en la forma en que respondemos. Ante una ofensa, la mejor respuesta no es otro insulto, sino un argumento sólido. Porque la verdad no necesita gritar; basta con que se mantenga firme. Cuando las injurias llegan, tenemos dos caminos: caer en la trampa del pleito o elevar el nivel de la discusión. La historia demuestra que la segunda opción siempre trasciende más.

 Otra salida está en recordar que nuestra Constitución protege no solo el derecho a expresarse, sino también el derecho al honor y la dignidad. La ley existe para detener la calumnia y la difamación, y acudir a ella es más sabio que desgastarnos en un duelo verbal interminable. El silencio también puede ser un arma poderosa: a veces ignorar una ofensa la mata más rápido que cualquier réplica. Después de todo, ¿qué gladiador pelea si no tiene rival en la arena? Pero lo más urgente es educarnos en el valor del lenguaje. En un país como el nuestro, herido por tantas divisiones, necesitamos aprender que la palabra puede sanar o herir, construir o destruir. 

 El respeto no significa callar las diferencias, sino expresarlas con altura. La sátira, por ejemplo, puede tener un rol legítimo: exagerar para reflejar una verdad incómoda. Pero cuando se convierte en burla cruel, ya no ilumina, solo oscurece. La Biblia nos advierte sobre este poder de la lengua. “La muerte y la vida están en poder de la lengua” (Proverbios 18:21). El apóstol Pablo recomendaba que nuestras palabras fueran “con gracia, sazonadas con sal” (Colosenses 4:6), es decir, con inteligencia y respeto. Y el Señor Jesucristo mismo, aun cuando fue firme al confrontar la injusticia, nunca usó la vulgaridad para ganar la atención de nadie. Su mensaje fue contundente, pero siempre acompañado de amor y propósito. 

Los salvadoreños debemos aprender a hablar con firmeza, pero con respeto. Necesitamos un debate público donde el disenso no sea sinónimo de enemistad, donde la crítica sea un ejercicio de madurez y no un pretexto para la calumnia.

 La libertad de expresión seguirá siendo un privilegio solo si entendemos que nuestra palabra tiene consecuencias. Al final, la pregunta no es si tenemos derecho a hablar —porque lo tenemos—, sino qué hacemos con ese derecho. ¿Lo convertimos en un arma que hiere, o en una herramienta que edifica? La intriga queda abierta: ¿queremos ser recordados como un pueblo que usó su libertad de expresión para sembrar odio, o como una nación que supo convertir la palabra en semilla de esperanza?

Ahora bien, si la usamos como un arma que hiere, esta deja cicatrices y genera miedo. Así es la palabra usada para calumniar, insultar o denigrar. Una sociedad que hace de la injuria su deporte favorito no avanza; se queda atrapada en el resentimiento. Cada ofensa pública es como una bomba de humo: nubla el entendimiento, divide y al final nadie gana.

 Una herramienta, en cambio, construye. La palabra usada con responsabilidad abre caminos, repara relaciones y alimenta la confianza. Una sociedad que dialoga, aunque piense distinto, se fortalece. La libertad de expresión, bien usada, es como una semilla sembrada en tierra fértil: con el tiempo da fruto de unidad, justicia y esperanza. La intriga queda abierta: ¿queremos ser recordados como un pueblo que usó la palabra para sembrar odio, como esos vecinos que todos evitan porque nunca tienen nada bueno que decir? ¿O como una nación que supo transformar su voz en instrumento de reconciliación, como la familia que, aunque discute en la mesa, siempre termina compartiendo el pan?

 Lo cierto es que la respuesta no depende de la Constitución, ni siquiera de los jueces, sino de cada ciudadano. Somos nosotros los que decidimos si el insulto será nuestra marca registrada o si la cortesía, el respeto y la verdad serán nuestro legado. La Biblia nos da la clave: “No salga de vuestra boca ninguna palabra corrompida, sino la que sea buena para la necesaria edificación, a fin de dar gracia a los oyentes” (Efesios 4:29). 

En otras palabras: hablemos para edificar, no para destruir. El reto está lanzado. 

Nuestra libertad de expresión es un espejo donde nos miramos todos los días. Lo que decidamos hacer con ella dirá más de lo que somos que cualquier discurso oficial. La pregunta persiste, incómoda pero necesaria: ¿seremos la generación que usó su voz para herir, o la que la convirtió en semilla de esperanza?

Abogado y teólogo

Jaime Ramírez Ortega
Jaime Ramírez Ortega