A sus 65 años, Natividad de la Paz Hernández se sienta en un aula por primera vez con una misión que en la juventud no tuvo: aprender a escribir su propio nombre y más palabras.
A sus 65 años, Natividad de la Paz Hernández se sienta en un aula por primera vez con una misión que en la juventud no tuvo: aprender a escribir su propio nombre y más palabras.

Letra por letra, con la paciencia que dan 65 años de vida y la dificultad de un músculo que nunca fue ejercitado, Natividad de la Paz Hernández se inclina sobre la pizarra. Con yeso en mano y el borrador a un lado, y un esfuerzo visible, traza la palabra que ha repetido una y otra vez: su primer nombre, «Natividad».
Aprender el abecedario es el desafío en su tercera edad. Sentada junto a su maestra, Maribel —otra adulta mayor que le enseña con cariño y convicción—, Natividad está reescribiendo la historia que su padre intentó negarle: la del acceso a la educación.

Originaria del Caserío El Chirrión, Cantón El Pilón, en Lolotique (San Miguel), Natividad creció bajo una creencia que marcó su vida: la de un padre que no creía en la educación.
«Mi papá decía que de la letra nadie comía. Él decía: ‘a mí no me dieron estudio, por eso él a nadie le dio'», recuerda Natividad con tristeza.
Sin embargo, sus hermanos menores por parte de madre sí tuvieron acceso a la escuela. Natividad y otros dos mayores quedaron sin estudios, condenados a la ceguera de las letras. Esta falta de alfabetización fue una herida que la acompañó durante décadas y limitó sus oportunidades laborales.
Se vino a San Salvador a los 15 años y se dedicó al trabajo informal: fue empleada doméstica desde 1978 hasta 1985, y luego pasó 28 años en el Mercado de San Marcos, criando sola a sus cinco hijas tras el fallecimiento de su esposo. Fue de las pocas oportunidades laborales a las que tuvo acceso por la falta de una educación formal.
«Crié a mis hijas con un pequeño negocio de comida en el mercado… En los comedores uno sufre de todo, cualquiera se lo estafa por no poder escribir y leer. No hice nada en el mercado, trabajé solo para criar a mis hijos», relata.
A pesar de su propia carencia, hizo un juramento: «yo dije que ellas tenían que ser más que yo, no peor que yo». Gracias a préstamos y un sacrificio inmenso, Natividad logró que sus hijas se prepararan, una inversión que hoy le da frutos, pues una de ellas se encarga de su sostenimiento, y logró sacarla del ambiente del mercado.
FUSATE: Un faro
La Fundación Salvadoreña de la Tercera Edad (FUSATE) ha sido el espacio que le ha brindado a Natividad la oportunidad de estudiar y desarrollarse. Con 35 años de trayectoria, la institución es pionera en la lucha y defensa de los derechos de las personas adultas mayores en El Salvador.
Karla López, directora del Centro Integral de Día María Álvarez de Stahl, de FUSATE, atiende diariamente a entre 80 y 100 personas y conoce de cerca el fenómeno del analfabetismo.

«Generalmente, a las personas que vienen acá se les dificulta en su juventud el poder asistir a una escuela… quizás como un 10% al 15% son personas que no lograron ir a clase», explica López.
La directora subraya las consecuencias de esta carencia en la vida laboral de los adultos mayores: «perdieron la oportunidad de tener un trabajo estable. Generalmente se han quedado a ser amas de casa, a lavar, a planchar, a ser vendedoras ambulantes o pequeñas comerciantes, porque no han tenido la oportunidad de poder desarrollarse en esa área».
La falta de estudios en el presente proyecta una sombra al futuro. López advierte que, ante el avance tecnológico, «quien no puede leer y escribir, pues difícilmente va a poder entrar ni a las redes sociales, no va a poder estar a la vanguardia. Si no nos preparamos, pues vamos a caer en ese punto de estancamiento».
Motivación y superación
A sus 65 años, la chispa de la educación se encendió en Natividad por una motivación particular: las clases de corte y confección que ha recibido; con mucha dedicación y acompañamiento de la maestra, ha podido hacer sus propias faldas.
Hace años no pudo aprender costura porque «no podía escribir» ni hacer los trazos de los patrones. Ahora, su maestra tiene la paciencia de dibujar las plantillas en la tela, permitiéndole progresar.

«Así como estoy aprendiendo esto, digo yo, ¿por qué no puedo aprender a escribir? Tengo que aprender», se dijo a sí misma.
El esfuerzo es notable. Natividad, ya mayor, aprendió lo básico para leer por su cuenta, descifrando la Biblia y comprando el periódico todos los días—un «vicio» que le permitió avanzar—. No obstante, escribir su nombre y firmar un documento seguía siendo una barrera.
En el salón de clases, Natividad no solo aprende letras, también sana viejas heridas. Tras años de lidiar con depresión y ansiedad —secuelas de la dura crianza que recibió—, la educación y el apoyo psicológico que recibe le han dado una nueva libertad.
Aunque la burla de algunos compañeros sigue presente. «Hay gente que se burla de mí», confiesa, pero Natividad se mantiene firme, e inspira a otras compañeras que se han negado a estudiar por vergüenza.

López concluye con un mensaje: «pienso que nunca es tarde para aprender. Lo importante es que aprendan a leer y a escribir, y a hacer su firma, porque es difícil para ellos querer hacer un trámite legal y no poder poner su nombre».
Hoy, con la libertad de escribir su primer nombre, y con su plana de «Mi mamá me ama» como un estandarte de victoria, Natividad de la Paz Hernández vive una segunda oportunidad. Una oportunidad para tomar un lápiz y, a pulso firme, escribir un nuevo rumbo a su propia historia.
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