La elección de los que eligen o nombran a todos los demás

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Por Joaquín Samayoa

01 March 2018

Se conoce como “aparato estatal” al conjunto de instituciones encargadas del gobierno central y los gobiernos locales, la aprobación de leyes, la administración de justicia y el control del uso de los fondos públicos. Es un aparato inmenso que cuenta con varias decenas de miles de empleados a su servicio y cuesta a los contribuyentes entre 4 y 5 mil millones de dólares anuales solo para mantenerse funcionando bien o mal.

Los ciudadanos individuales o corporativos cargamos con el 100% de los costos del aparato estatal, pero no llegamos a conocer más que una mínima parte de cómo los funcionarios públicos gastan, invierten o despilfarran nuestro dinero y el dinero adicional que llega como regalo de países amigos a nuestro país. Tampoco tenemos injerencia alguna en la selección y evaluación de desempeño de la inmensa mayoría de personas que dirigen las instituciones públicas o trabajan en ellas.

Nadie, en su sano juicio, metería tanto dinero en una empresa de esas características. Pero a los ciudadanos, la ley nos obliga a hacerlo. Y a los que no podemos ocultarnos en esa zona de penumbras, conocida como sector informal de la economía, ese mismo aparato al que mantenemos nos busca, nos encuentra, nos exprime y nos obliga a soltar el billete que tanto nos cuesta ganar.

Pero en los regímenes de democracia representativa, el Estado nos concede y garantiza una valiosa prerrogativa, que lamentablemente muchos ciudadanos no aprecian en su justa dimensión.  Se nos permite elegir, mediante voto directo, igualitario y secreto, a los que deciden cómo se gasta nuestro dinero, a los responsables de crear un ordenamiento jurídico que garantice nuestras libertades y derechos.

Esos mismos que hacen las leyes y reparten el dinero además eligen al defensor de los derechos humanos y al principal responsable de perseguir y castigar a los delincuentes que atentan contra el bienestar de la población. Eligen también –y esto es sumamente importante-- a los integrantes del máximo tribunal de justicia, entre cuyas funciones está la de garantizar la integridad del Estado democrático y el apego de todos los actos de gobierno a las normas y preceptos consagrados en la Constitución de la República.

Los ciudadanos tenemos también la potestad de decidir quienes gobiernan el municipio donde vivimos.  No toca hacer eso este próximo domingo, pero también elegimos al presidente de la república, quien a su vez escoge a cientos de funcionarios que están al frente de todas las instituciones del poder ejecutivo.

Es cierto que ese gran poder que el Estado democrático nos garantiza a los ciudadanos está limitado por el filtro que aplican los partidos políticos, ya que ellos escogen a los candidatos a quienes podemos dar o negar nuestro apoyo. Y es cierto también que los partidos no nos ofrecen muchas opciones satisfactorias. Pero las elecciones no son un juego de todo o nada. Es igual que cuando usted entra a un almacén. Entre un montón de cosas que no le gustan o no le quedan o no le sirven, puede encontrar lo que anda buscando o salir y entrar al almacén contiguo y seguir buscando hasta que encuentra.

Entonces, no sea perezoso, no ponga la excusa fácil de que todo es lo mismo y todo es malo. Y, si lo hace, después no se queje, no llore cuando los problemas del país y de su familia en vez de mejorar empeoren. No le haga eso al país y a sus propios hijos y nietos. No se lamente cuando le hayan quitado su empresa, su dinero, su empleo, su libertad y hasta el derecho a protestar.

De nosotros, los ciudadanos, depende elegir a personas honestas o corruptas, competentes o incapaces, motivadas por el logro del bien común o interesadas solamente en sus propios beneficios personales, respetuosos de las leyes o pícaros buscando siempre jugarle la vuelta al ordenamiento jurídico. La lealtad irracional a un partido político termina volviéndonos cómplices de actuaciones ilegales o inmorales, nos hunde cada vez más en el lodo de la corrupción y la ineficacia. Al final, son las personas las que pueden hacer la diferencia.

Nosotros los ciudadanos, individual y colectivamente, somos en gran medida culpables del mal gobierno del que tanto nos quejamos; nosotros seremos culpables también si llega a hacerse realidad eso que tanto tememos, si se van limitando cada vez más nuestras libertades, si se van atropellando cada vez más nuestros derechos, si se van debilitando y corrompiendo cada vez más las instituciones que deben velar por el funcionamiento ordenado de la sociedad y la convivencia armónica entre las personas sin discriminaciones de ninguna índole.