Cinco postulados para una política de segurid

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07 junio 2014

Cinco postulados para una política de seguridad pública Observador Político E l fenómeno de la violencia criminal ha sido abordado con resultados igualmente insatisfactorios por los tres gobiernos anteriores. Se han realizado muchos estudios sobre distintas facetas del problema y ha habido innumerables recomendaciones de diversa índole para frenar la espiral de violencia. El tema se debate constantemente en círculos académicos y políticos, en medios de comunicación social, en comisiones gubernamentales, en foros internacionales, en la calle y en todo lugar. El nuevo gobierno de El Salvador parece más dispuesto que los anteriores a darle atención prioritaria a este problema, pero corre el peligro de fundamentar sus acciones en análisis erróneos, o en arraigados mitos sobre lo que se puede y lo que no se puede lograr. Corre el peligro de no atreverse a aplicar remedios amargos y el de no querer eliminar otros gastos a fin de liberar los fondos necesarios para activar estrategias que requieren incrementos sustanciales en la inversión para la seguridad pública. Corre el peligro de verse actuando en solitario, sin el acompañamiento de instituciones que no están subordinadas al órgano ejecutivo pero son cruciales para emprender un esfuerzo exitoso. El inicio de un nuevo gobierno, aunque sea del mismo partido, es siempre una buena oportunidad para corregir errores y para dar cabida a ideas diferentes. El gobierno de Sánchez Cerén comienza con un capital político robusto y, en lo concerniente a la seguridad pública, también con una expectativa alta y un mandato claro de los ciudadanos. Pero ya hubo demasiadas equivocaciones en los últimos 15 años como para seguir experimentando con estrategias que apuntan más a influenciar la opinión pública que a resolver los problemas. No hay más tiempo para improvisaciones, pero tampoco pueden tomarse mucho tiempo las nuevas autoridades para concebir un buen plan y comenzar a ejecutarlo. Tomando en consideración lo más atinado de las diversas corrientes de pensamiento sobre la génesis y evolución del fenómeno criminal que enfrentamos, a la vista de todo lo que se ha intentado y de lo que no se ha considerado conveniente intentar, las nuevas autoridades deben estar en capacidad de decantar las mejores ideas y plantar cimientos sólidos para construir sobre ellos la nueva política de combate a la criminalidad. Como una contribución a ese esfuerzo de síntesis de lo aprendido, me permito enunciar algunos postulados que, a mi juicio, ayudarían a redirigir la intervención del Estado. En algunos puntos, pongo sobre el tapete una perspectiva que ha sido lamentablemente ignorada en los análisis: la perspectiva de las ciencias del comportamiento humano individual y grupal. Primero: Las pandillas no son responsables de todos los crímenes violentos, pero sí de la inmensa mayoría de ellos. Si sustraemos la acción delictiva de las pandillas, el sistema de justicia penal podría hacerse cargo de todo lo demás casi con un 100 % de eficiencia. Los crímenes de las pandillas son además los que tienen un mayor impacto en la actividad económica y en la percepción ciudadana de inseguridad. Por tales razones, la política de seguridad pública debe reconocerle máxima prioridad a las estrategias de desactivación de las pandillas. Segundo: La consideración de los factores económicos y sociales que pueden explicar la incorporación de algunos jóvenes a las pandillas es importante para orientar estrategias de prevención de violencia, pero en modo alguno justifican ver a los delincuentes como víctimas de la sociedad o pensar que no podemos aspirar a erradicar ese flagelo mientras no haya avances significativos en la erradicación de la pobreza y la exclusión social. Muchos jóvenes ingresan a las pandillas no por falta de oportunidades de superación personal, sino porque ven esa opción como el único camino para obtener la protección que el Estado no puede garantizarles. Ver a los pandilleros como víctimas pasivas de una relación mecánica e inevitable entre pobreza y actividad delincuencial no solo es ofensivo para toda la gente que se empeña en ser decente e a pesar de su situación de pobreza, sino que les resta convicción y firmeza a los esfuerzos que deben hacerse para combatir la criminalidad. La pobreza debe combatirse y superarse por muchas y buenas razones, pero no debe aceptarse como excusa para atenuar la responsabilidad de los delincuentes. Tercero: La prevención social de la violencia es muy necesaria pero no es responsabilidad del Ministerio de Seguridad Pública y Justicia, sino de otras instituciones del Estado. Las políticas y programas de prevención social de la violencia son de mediano y largo plazo, pero deben enfocarse mucho más en los primeros años de vida de las personas, cuando muchos niños quedan profundamente marcados por experiencias de violencia y desintegración familiar, negligencia, abandono y abusos emocionales y físicos. La prevención social de la violencia es mucho más exitosa cuando se apoya en estrategias de mejoramiento de las condiciones materiales de vida en los vecindarios, activación de iniciativas comunitarias para fomentar la solidaridad y la reconstrucción del tejido social, creación de espacios seguros para la recreación y la convivencia, y extensión de las actividades escolares. El Ministerio de Educación, el FISDL, los gobiernos municipales y las iglesias deben asumir de manera coordinada estas responsabilidades. Cuarto: El Ministerio de Seguridad Pública y Justicia debe concentrar su atención en la prevención policial de las actividades criminales, en la persecución de los delincuentes y en la protección de la población en las zonas de mayor riesgo. La adecuación de la infraestructura carcelaria es crucial en este esfuerzo. El hacinamiento en las cárceles no solo es inhumano sino que impide el control efectivo y la rehabilitación de los reos. Las pandillas jamás podrán ser desactivadas mientras las cárceles sigan funcionando como centros de mando de sus cabecillas y como ambientes en los que constantemente se validan y refuerzan las desviaciones de personalidad y los comportamientos antisociales de los reclusos. Quinto: Hay que entender que una considerable cantidad de los pandilleros, especialmente los que cumplen condena por homicidios, no pueden ser rehabilitados. Son sociópatas que perdieron hace tiempo y para siempre su capacidad para sentir alguna empatía hacia sus víctimas o algún remordimiento por sus horrendos crímenes o algún propósito sincero de enmienda. Es necesario crear instalaciones carcelarias psiquiátricas para aislar a estos individuos y darles el tratamiento correspondiente. Por Joaquín Samayoa