En las fiestas muchos viajan a lo que está cerca o muy lejos

Antes de emprender un viaje hay que leer y enterarse de la historia, las costumbres, los riesgos y las sorpresas que se van a descubrir, para luego volver como personas llenas de tesoros para el espíritu…

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31 julio 2014

Las fiestas ---y las agostinas y julias son de las más emblemáticas celebraciones en nuestro país--- las aprovechan muchos para viajar o hacer turismo, a sitios de interés en nuestra propio suelo, o para ir lejos y hasta muy lejos a lugares de leyenda, donde pocos llegan pero que muchos sueñan por conocer.

Y uno de ellos fue para nosotros, hace años, Isfahán, de la antigua Persia, urbe mágica encajada en el Irán de hoy.

Rubén Darío soñó con Isfahán… "me lo ha contado un persa, llegado de Isfahán…" (a Margarita).

En aquel tiempo Irán estaba regido por el Sha, el Shahansha, el Rey de Reyes, que luego fue destronado, por lo que Irán cayó bajo el control de una teocracia de enloquecidos musulmanes que han reculado en el tiempo y arruinado la economía del país.

Las dos perlas de esa tierra alta y montañosa son Isfahán y el Palacio de Darío, en Persépolis, uno de los conjuntos arquitectónicos más hermosos del planeta, inspirado por el arte griego del Siglo de Pericles.

Isfahán fue, y aún es, una ciudad de amplias avenidas, un monumental centro político y religioso, un bazar inmenso, mezquitas de una belleza extraordinaria, urbe que contaba con agua corriente y drenajes que eran la envidia de toda ciudad europea de aquella época.

El corazón de Isfahán es una enorme explanada en la que se levantan tres mezquitas en tres de sus lados y, en el cuarto, lo que resta del gran palacio, residencia del Mogul, desde el cual se presenciaban partidas de polo, un deporte persa en su origen.

Las cúpulas de las tres mezquitas que circundan la plaza, deslumbrantes por estar recubiertas de cerámica que reproduce los refinados diseños de las alfombras persas, forman uno de los parajes urbanos más hermosos y elegantes del mundo.

En cada rincón de Isfahán hay maravillas por descubrir…

Es difícil, para un forastero que no hable el farsi, recorrer en forma ordenada una ciudad persa; en nuestro auxilio se presentó, a las puertas del hotel, un hombre mayor, angloparlante, suave en su trato, que conocía los secretos de cada lugar de la urbe. Y por el frío se frotaba las manos; en Persépolis nuestro cicerone fue un adolescente de unos trece años, vivaz e inteligente. Ser guía en el Oriente es oficio masculino.

Al lado de cada mezquita hay madrasas, escuelas que imparten religión pero que en estos momentos deben propagar demencia; la desaparecida escritora italiana, Oriana Fallaci, dejó un libro donde habla de sus experiencias en el Irán de hoy, el de los ayatolás, y la condición en que está sumida la mujer.

No saber el idioma de un país cierra la posibilidad de hablar con su gente, conocer sus ilusiones y su vida, averiguar de sus costumbres y su trabajo. Los guías son buenos intermediarios y ayudan a descorrer una punta de los velos que nos separan de una cultura diferente de la nuestra, aunque al final de cuentas, todos compartimos lo esencial de la condición humana.

El buen viajero come lo que ofrece la gastronomía local para descubrir nuevos sabores y deleitarse con frutas, hasta ese momento, desconocidas. Al melocotón se le atribuye, entre otros, ser de origen persa.

Antes de emprender un viaje hay que leer y enterarse de la historia, las costumbres, los riesgos y las sorpresas que se van a descubrir, para luego volver como personas llenas de tesoros para el espíritu…