México 2.0

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07 December 2018

El sábado pasado, Andrés Manuel López Obrador (AMLO) tomó posesión de la presidencia en México. Ha sido un acontecimiento diferente, contra corriente: en una era en la que los gobiernos de izquierda van de salida: Argentina, Brasil, Ecuador… los mexicanos estrenan su primer presidente —autodenominado— socialista.

Treinta millones votaron por él. La tercera, como reza el dicho, sí que fue la vencida. El día de su investidura, de acuerdo con las encuestas, la aprobación de su desempeño como presidente electo era del 63 %.

Sin embargo, en estos días un nutrido grupo de intelectuales pertenecientes a todas las tendencias políticas, se ha pronunciado. Han opinado críticamente sobre el modo de tomar decisiones: AMLO asegura que todo lo consulta con el pueblo; también sobre las patentes incoherencias entre lo que prometió en campaña, lo que una vez electo dijo que iba a hacer, y lo que está haciendo; y sobre todo, exponen la imposibilidad de cumplir las promesas utópicas de las que preñó su discurso de posesión.

Las alarmas saltaron cuando, a partir de una “consulta popular”, una votación sin garantías y con una participación minúscula con respecto a los afectados por el proyecto, AMLO anunció que iba a detener la construcción del nuevo aeropuerto. Un proyecto de 13,000 millones de dólares que tenía un avance del treinta y cinco por ciento. Al final del día, la cancelación del aeropuerto es un símbolo de la lucha contra el “pasado neoliberal” y transmite el mensaje de que importa más la ideología que la economía, el capricho que la sensatez… y eso, viniendo de la presidencia, no presagia buenas cosas.

Con respecto a la corrupción —principal problema del país, según los mexicanos— anunció que desde el momento en que fuera presidente ofrecería una amnistía a todos los que estén procesados por corruptos, para luego aplicar toda la fuerza de la ley a los culpables. En cuanto a la erradicación de la violencia, avisó la creación de una guardia nacional y la dedicación del ejército, pero, sobre todo, comunicó que él personalmente se ocuparía diariamente de monitorear el tema.

Cualquiera que tenga ojos en la cara puede ver que la corrupción, la violencia o la pobreza no se resuelven con promesas y que para alcanzar por lo menos su disminución son necesarias intervenciones contundentes, cambios profundos, mucho trabajo y una modificación radical en los mecanismos políticos y administrativos del país.

Sin embargo, parece que los mexicanos, al menos en sus dos terceras partes, confían ciegamente en su nuevo presidente. Creen, al más puro estilo del realismo mágico, que basta la palabra para modificar la realidad por torcida que esté y dan la impresión de que esperan que todo cambie, solo por el hecho de que alguien diferente ocupe la silla presidencial. Las promesas han sido tan fascinantes que a la gente no se le ocurre cuestionar los “cómo” de los “qué”.

La idea de que el carisma y las ganas de hacer las cosas son más importantes que la capacidad ha sido el cáncer que ha matado en América Latina a los gobiernos de izquierda. La voluntad de terminar con los problemas, la indignación que produce la injusticia y el arrastre de los líderes son condición para solucionar las cosas. Pero pensar que bastan es ser ingenuo, malvado o simplemente cínico.

Termino citando a Pablo Hiriart, columnista de El Financiero, que comenta el discurso del presidente diciendo que “lo que planteó a la nación, a la nación desprotegida y de clases medias de escasos recursos, es una utopía de buenos sueldos, impuestos bajos y bienestar para todos (…) que será imposible de cumplir. Y no olvidemos que las utopías suelen acabar en desencantos encolerizados, en la búsqueda de enemigos a los cuales perseguir, linchar, quitarles sus derechos y culparlos de obstruir el sueño que no se hizo realidad”. Ojalá se equivoque. A ver.

Ingeniero

@carlosmayorare