The Harp

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27 November 2018

Cuando un grupo de músicos fundó The Harp (El Arpa) en 1753, el mundo era un lugar completamente diferente: George Washington tenía solo 21 años; Francia seguía gobernada por Luis XV; el telégrafo estaba a punto de ser descubierto; y la Academia de Ciencias de Rusia anunciaba un concurso para explicar la energía eléctrica.

Con pasillos angostos, techos bajos y una hermosa barra de madera, este bar en el corazón de Londres recibía a la élite artística de uno de los barrios más vibrantes de la ciudad, a los jóvenes profesionales que intentaban abrirse un lugar en el epicentro del poder político británico y los trabajadores que remodelaban los preciosos edificios aledaños.

Estos “pubs” (bares iluminados y sin música alta) se han vuelto en el Reino Unido uno de los “grandes igualadores”, pues diversas clases sociales y orígenes suelen encontrarse tras la jornada laboral para disfrutar sus cask ales: cervezas tibias y no carbonatadas, pero deliciosas.

Doscientos sesenta y cinco años después, sostuve una breve plática con el gerente de The Harp. De pocas palabras, con un conocimiento extraordinario de la cerveza, Paul Sims me confirma lo que al ingresar sospeché: no es casualidad que el tiempo no haya pasado por ahí. La elegancia del siglo XVIII sigue presente y su misión no ha cambiado.

“Nosotros no tenemos música, ni cócteles elaborados, ni pasamos los partidos de fútbol. Nuestro interés es que la gente venga y platique, que se encuentre”, me dice Paul mientras me explica cómo se sirve una verdadera ale británica, con una elegante cabeza de espuma.

Esto me lo confirma Frank, un electricista retirado proveniente de Liverpool. A sus 75 años, confiesa haber llegado a The Harp al menos tres veces por semana por las últimas cuatro décadas. Frank es amable, divertido y gusta de repetir frases cortas de todos los idiomas que confluyen en este bar. Con justa razón, es el favorito del personal que ahí labora.

Esta tarde en The Harp están los “regulares”, como Frank, en su esquina de siempre con sus bebidas de siempre. En la barra hay dos estadounidenses aprendiendo un poco más de los gustos británicos antes de hacer su orden. Al fondo, dos hombres lucen sus pantalones llenos de pintura, pues recién terminan sus labores de construcción. Por la puerta principal están llegando tres elegantes señores con sus respectivos trajes y detrás de ellos, dos jovencitos que aparentan estar en una cita. Paul mira alrededor con orgullo: este espacio es el gran igualador, donde se junta toda clase de personas y de tanto en tanto se inician las conversaciones más inusuales.

Tras haber tenido la oportunidad de vivir un año en la capital británica, me atrevo a decir que uno de los aspectos que más me llamó la atención es su cultura del pub. Al principio, estos lugares pueden resultar extraños por iluminados y su falta de música estridente. Pero nada de esto es casualidad. En estos pubs, especialmente lejos de las grandes urbes, personas de diferentes procedencias, profesiones y creencias suelen sentarse a discutir con la mente abierta y una pinta de cerveza en sus manos.

En El Salvador no estamos acostumbrados a discutir fuera de nuestra zona de comodidad y es inusual que personas de diferentes procedencias se encuentren y se sienten a conversar. Esto afecta la generación de empatía e impide tender puentes que por años se han derribado. Pienso que uno de los grandes éxitos de la cultura británica es precisamente eso: los encuentros constantes entre ciudadanos, y muchos de estos pasan en los pubs.

Ahora que el fanatismo electoral se vuelve insoportable, pienso en lo refrescante de esa tarde y las conversaciones que ahí se producían. Sin prejuicios. Con mente abierta. Con una refrescante pinta de Harvey’s Bitter en la mano.

Politólogo y periodista