Soñando un futuro de políticas de estado para El Salvador

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19 November 2018

Hace un par de semanas visité a Javier, un buen amigo en Nueva York. Como suele pasar inevitablemente cuando dos salvadoreños en el exterior se reúnen, la conversación inmediatamente se tinta de nostalgia, la mayoría de oraciones se prologan con un “¿te acordás de…?”, y el marco de referencia se vuelve inevitablemente El Salvador. Tanto El Salvador del que nos fuimos como El Salvador idealizado que extrañamos. El Salvador al que regresamos con frecuencia y El Salvador como realidad política, con increíble potencial pero serias carencias. El lugar al que nos referimos cuando volvemos “a casa”, y por el que, incluso desde la distancia, procuramos involucrarnos y contribuir en movimientos cívicos o políticos.

Tocamos un tema tan relevante, que no pude evitar compartirlo para que la conversación continúe. Y es que este octubre se cumplieron veinte años desde que a mi amigo lo secuestraron por casi dos semanas como adolescente, a cambio de un rescate financiero. No eramos amigos todavía en esos días, pero me acuerdo de que en alguna época, el flagelo de los secuestros era algo que golpeaba a víctimas esporádicas porque afectaba solo a los más privilegiados económicamente. A finales de los 90 era realista asumir que las privaciones de libertad y extorsiones a cambio de dinero afectaban solo a quienes lo tenían. Dos décadas más tarde somos uno de los países en los que lo que se ha democratizado más es el crimen: este tipo de delito que antes buscaba víctimas privilegiadas ahora alcanza a todas las clases. Familias enteras planifican sus rutas hacia el trabajo o la escuela tomando en cuenta territorios de maras, para evitarlos. Pequeñas empresas agregan a sus presupuestos la renta que deberán pagar a quien tiene la fuerza criminal para obligarlos.

En términos crudos, desde el secuestro de Javier El Salvador ha tenido cuatro presidentes y casi siete Asambleas Legislativas que han fracasado estrepitosamente en frenar el incremento en la criminalidad. Cito a Javier: “En nuestro país no existe el monopolio estatal de la violencia y nadie parece saber como recuperarlo. En la derecha se culpa al FMLN, pues no se siguieron los planes que se venían trabajando tras los Acuerdos de Chapultepec; en la izquierda algunos dicen que diez años no han sido suficientes para resolver el tema y que necesitan más tiempo en Casa Presidencial. No faltarán oportunistas y demagogos adjudicándose la fórmula mágica de ser los únicos con la capacidad de frenar la espiral de criminalidad que el país enfrenta.

El Salvador es una democracia, y la alternancia en el poder uno de sus principios. Es retar a la lógica asumir que, ante un tema trascendental como la violencia, se estén implementando políticas de cinco años en vez de políticas de estado. Parece que no existe la madurez democrática para implementar políticas de estado que se mantengan vigentes independientemente de quien ocupe la Presidencia. Esto deriva en que cualquier cosa que una administración implemente se desecha de forma automática por la siguiente”.

Javier es más optimista que yo y considera que el mecanismo para definir este tipo de políticas de estado parece estarse gestando.

En sus palabras: “En 2016, El Salvador invitó a las Naciones Unidas a facilitar el diálogo entre líderes políticos y sociales para abordar temas de interés nacional. Pero ante la negativa a participar de un partido político, el diálogo quedó en el limbo. ¿Existe en 2018 la voluntad política universal para retomarlo? Ante el alto nivel de criminalidad, nuestras diferencias ideológicas y los intereses de cada sector no deberían impedir que se establezca un acuerdo mínimo de país, abanderado por un frente común que desee solucionar el principal problema que tenemos. Para empezar, los partidos deben reconocer la situación en la que nos encontramos. El país, que nunca terminó de cerrar las heridas de la guerra, es hoy el territorio de una multitud de grupos criminales enfrentados. Es una época de conflictos multidimensionales, que los políticos no están capacitados para atender y para los que deben buscarse apoyos especializados. Los ciudadanos debemos presionar a nuestros representantes y, en especial, a los candidatos presidenciales, para que con la ayuda de dichos actores presenten un plan común para solucionar la violencia en el país antes de las elecciones de febrero. No es momento para permitir a oportunistas desacreditar la institucionalidad nacional o internacional tan necesaria, sólo por su temor a mecanismos que los fiscalizan”. Ojalá el optimismo de Javier se vuelva una realidad.

Lic. en Derecho de ESEN con maestría en Políticas Públicas de

Georgetown  University.

@crislopezg