La ruta del desarrollo

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12 November 2018

Los salvadoreños hemos perdido la fe en nosotros mismos. Nos hemos acostumbrado a que nos vean de menos internacionalmente, a tener el rol de pobre, criminal o ignorante en las películas. A que nuestros hermanos menos favorecidos económicamente, se vayan del país, porque acá lo único que les espera es pobreza, exclusión y crimen. ¿Pero estamos realmente condenamos a ser pobres toda la vida?

Más allá de la miopía, incapacidad manifiesta y falta de voluntad de nuestros dirigentes políticos y religiosos, lo cierto es que nada impide que El Salvador se convierte en un país desarrollado. Existen ejemplos de países pobres que lograron marcar su camino hacia el Segundo y Primer Mundos, sacando a millones de sus ciudadanos de la pobreza, durante el proceso. El ejemplo más claro: Singapur.

Ese pequeño país, compartía en 1959 muchas de las características de El Salvador de hoy: pobre, sin recursos naturales, con un agro devastado, sin siquiera contar con agua potable propia; pero, en apenas 2 décadas, pasó a ser uno de los países más ricos del mundo. No hay ninguna razón por la cual El Salvador, no pueda replicar la fórmula utilizada para ello.

Las claves de su éxito son relativamente sencillas. Lo primero: un altísimo nivel de libertad económica. Según diversas entidades que clasifican la libertad económica de los países, Singapur ocupa el segundo lugar en el mundo, solo por debajo de Hong Kong, otro gigante del progreso asiático. Tener “libertad económica” se traduce, entre otras cosas, a tener una baja presión fiscal, lo cual implica que las tasa que pagan los empresarios son bajas en relación a otros países.

Cuando se habla de “bajar impuestos”, a los socialistas les da roncha y los populistas ponen el grito en el cielo, porque saben que ese discurso de que “los ricos paguen más”, siempre es bien recibido por aquellos que no entienden de economía y progreso. Pero la realidad es que, entre menos sean nuestras tasas impositivas, más atractivo sería El Salvador para la inversión extranjera. Y todos sabemos que, a mayor inversión, hay más empleos, y cuando hay más empleos, hay progreso y bienestar para todos. Al final de cuentas, cuando todos tenemos trabajo, hay más personas pagando impuestos; por lo cual, después de instalado este círculo virtuoso, todos salimos ganando: los ciudadanos al tener trabajo y el mismo Estado, al tener más personas pagando impuestos.

Singapur redujo la voracidad del Estado. Por una parte, imponiendo límites a los créditos adquiridos por el Estado y, por otra, reduciendo el tamaño de la burocracia, o para decirlo en español: el número de empleados públicos: Por ley, el peso de la planilla estatal, no puede superar el 5 % del PIB. En otras palabras, el Estado se hizo pequeño y eficiente. Lograrlo es relativamente fácil: el Estado por ley deja de ser una especie de botín de guerra de los partidos políticos, los cuales lo llenan de sus “camisetas sudadas” una vez que han ganado la elección. Libre de activistas, quienes llegan al Estado a ejercer el funcionariato, reciben buenos salarios y prestan, a su vez, servicios públicos de calidad.

En Singapur, el Estado invierte una considera parte de sus recursos en educación de calidad para el pueblo. Sabe que no podemos pretender traer empresas de primer mundo a un país en que sus ciudadanos no saben cómo usar una computadora, ni hablan inglés. Por tanto, se adoptó el inglés como lengua nacional, por ser ese el idioma internacional de los negocios y la tecnología; de ahí que todos los estudiantes son fluidos, tanto en inglés, como en su lengua natal.

Ellos entendieron que los maestros son la piedra angular del desarrollo. Invierte en la educación de los maestros, así como es sus prestaciones económicas. Ser maestro, es tener uno de los trabajos mejor pagados y más respetados. Contar con maestros capacitados, educados y desideologizados, es esencial para crear, a su vez, generaciones de jóvenes bien preparados, libres de dogmas, acostumbrados a la tolerancia y el debate; y con una mentalidad laica, claramente enfocada al progreso y tecnología.

Finalmente, Singapur decretó la pena de muerte para los funcionarios públicos condenados por actos de corrupción.

La ruta está ahí, solo falta que la sigamos. ¿Nos atrevemos?

Abogado, máster en Leyes

@MaxMojica