Radicalismo, enojo y anarquía

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07 November 2018

Los casos de Andrés Manuel López Obrador en México, Jair Messias Bolsonaro en Brasil y Donald Trump en los Estados Unidos nos confirman que los actuales son tiempos de radicalismo, enojo y anarquía. La neutralidad se hizo a un lado. Ahora se apela al deterioro de la institucionalidad, al declive de los partidos tradicionales y a la necesidad de refundar el Estado. Los discursos de Pablo Iglesias, líder de Podemos en España, y el de Alexis Tsipras en Grecia, cuyas opciones políticas triunfaron, nos confirman que las estrategias electorales se han desplazado de los mensajes moderados y conciliadores, que buscan atraer a los votantes del centro, a las consignas subidas de tono, que exageran las consecuencias que provocaría seguir apoyando a los de siempre y pretender resolver los problemas con las tácticas tradicionales.

La situación es tal que a las sociedades comienza a importarles poco o nada el Estado de Derecho. El Barómetro de las Américas viene reflejando esta realidad desde hace varios años. Quienes, por ejemplo, sufren la violencia en carne propia no reparan en el respeto de la legalidad y estarían de acuerdo con que se quebrante el orden jurídico con el solo propósito de erradicar la delincuencia. Este comportamiento allana el camino para “nuevos autoritarismos”, ya no amparados en la participación de la Fuerza Armada, pero con claras señales de irrespeto a la independencia de los Órganos del Estado.

El fenómeno no es nuevo. En los Noventa, Alberto Fujimori fue conocido en el mundo entero por atentar contra el Congreso peruano. Fujimori se enfrentaba a una crisis económica severa y a un reto insurreccional por parte de la guerrilla de Sendero Luminoso. El 5 de abril de 1992 decidió clausurar el Congreso, suspendió la Constitución, intervino la justicia y declaró el estado de emergencia. Lo hizo con el respaldo del ejército y con amplio apoyo entre la opinión pública. Bajo presión de la comunidad internacional, convocó a elecciones en noviembre de 1992 y la cámara electa elaboró una nueva Constitución con mayores facultades ejecutivas. En 1995 fue reelegido.

En 2017, apenas hace un año, en Venezuela, la Sala Constitucional del Tribunal Supremo de Justicia invalidó las competencias de la Asamblea Nacional. Veinticuatro años antes, el entonces presidente Jorge Serrano Elías intentó cerrar el Congreso guatemalteco. A diferencia de Maduro, Serrano Elías no contaba con la Corte Suprema de Justicia. Mientras en Guatemala fue la Corte Constitucional la que evitó la disolución del Congreso ordenada por el presidente, en Venezuela fue el propio Tribunal Supremo el que decidió asumir las funciones del Legislativo.

Los sucesos descritos evidencian con claridad que las instancias públicas se convierten en el último frente de batalla para preservar la democracia. Maduro, Ortega y los Castro las aniquilaron con el fin de concentrar el poder. Más sutil, pero no menos criticable, fue la conducta de Juan Orlando Hernández y Evo Morales, que recurrieron a la manipulación de la justicia con el propósito de obtener el visto bueno de los magistrados constitucionales a su reelección consecutiva en el cargo. Antes lo intentaron, pero no tuvieron éxito, Óscar Arias en Costa Rica y Álvaro Uribe en Colombia.

El respaldo popular, nacido de la desilusión de la gente por la falta de resultados, refuerza la intención de gobernar adecuando la ley a los intereses del mandatario de turno y olvidándose del bien común. Otras maniobras para desmantelar el Estado y alinear la legislación hacia el populismo son la reforma de la Constitución y las consultas populares. Se trata de acciones legítimas que degeneran en instrumentos al servicio del clientelismo político y del abuso de autoridad.

Ante este panorama no queda más que recurrir a la separación de poderes. Este tipo de líderes necesitan límites; de eso se trata precisamente la democracia. En las elecciones del 6 de noviembre el Partido Demócrata recuperó la mayoría en la Cámara de Representantes y anunció de inmediato investigaciones contra el actual presidente. En México, el candidato electo será juramentado como nuevo inquilino de Los Pinos el 1 de diciembre; cuenta con el control total del Congreso y del Senado. Son dos coyunturas en las que pondremos a prueba la hipótesis de esta columna de opinión.

Doctor en Derecho y politólogo