Romero: conocer al niño, al hombre, al arzobispo

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13 October 2018

Sobre Monseñor Óscar Arnulfo Romero, el primer salvadoreño ascendido a los altares, abundan los relatos que describen su asesinato. También los hay, por decenas, que debaten, casi en todas de manera laberíntica y equivocada, acerca de la “pureza” de su doctrina reflejada en escritos y homilías. Insisten en vincularle con la política, con la violencia ejercida por las fuerzas populares, con la primera Junta Revolucionaria de Gobierno y, en resumen, con la izquierda más radical.

Declarado santo a Romero debemos conocerle. Para entender al hombre y el origen de su personalidad, al sacerdote, al arzobispo y, claro, al mártir, es necesario tomar distancia del sangriento 24 de marzo. Más bien conviene acercarnos a su infancia en Ciudad Barrios, a sus años como seminarista y posteriormente párroco por casi veinte años en San Miguel, a la sólida formación que recibió en Roma, al ejercicio de su cargo como secretario de la Conferencia Episcopal de El Salvador y a los días como Obispo responsable de la diócesis de Santiago de María. Recomiendo el libro de Jesús Delgado: “Óscar A. Romero. Biografía” de UCA editores.

¿Cuál fue la influencia de su padre? ¿En realidad fue el alcalde de su ciudad natal el que le ayudó a descubrir su vocación sacerdotal? ¿Obtuvo el derecho a cursar sus estudios en Roma al ganar un concurso de poesía? ¿Dónde aprendió su ideal de vida austera? ¿Terminó la carrera de Licenciatura en Teología? ¿Por qué le llamaron “héroe de guerra” cuando regresó de Europa? ¿Qué hizo nacer en Romero su predilección por los medios de comunicación? ¿Fue el asesinato del padre Rutilio Grande el que unió al clero en torno al Arzobispo Romero? ¿Cuál fue su relación con los presidentes Arturo Armando Molina y Carlos Humberto Romero? ¿Qué lo motivó a cambiar su trato con los Jesuitas a quienes, en un inicio, “tuvo en la mira”? ¿Cómo enfrentó la desunión del clero y de los Obispos en un momento en el que todos, sin distinción, estaban influenciados por los acontecimientos políticos? ¿Tenía miedo a la muerte?

Monseñor Romero enfrentó decenas de vicisitudes y para todas encontró providenciales respuestas y soluciones. Las descubrió en la oración que cultivó desde muy joven, en las noches, cuando el silencio le alejaba del bullicio y de las tempestades de su agitada vida. El nuevo santo examinaba sus decisiones a la luz de la Doctrina Social de la Iglesia. En un contexto tan complicado, en el que se corría el riesgo, diariamente, de transgredir los límites entre la evangelización y el trabajo eminentemente pastoral con el terreno político, Romero supo actuar conforme a sus principios y valores. Esa determinación le valía críticas y problemas con los de derecha y con los de izquierda. Murmuraban que se había vendido a la Junta Revolucionaria de Gobierno, otros insinuaban que estaba tras la insurrección popular. Los jóvenes militares que asestaron el golpe de Estado contra el General Romero, resultaron molestos con Monseñor porque esperaban un respaldo público y sin condiciones; el Arzobispo, si bien consideró en un inicio esta acción como un “golpe a la esperanza” que terminaría con la represión y la corrupción imperantes, luego descubrió varios “caballos de Troya” dispuestos a perpetuar las mismas prácticas con las que operaban los depuestos. En definitiva, había una manipulación constante en contra suya; abundaron las difamaciones, las mentiras y las conspiraciones.

La vida de Romero fue una constante escalada en una montaña en la que dejó a su paso huellas imborrables. Fue un hombre comprometido, un santo de su tiempo, un pecador que reconocía sus defectos y comenzaba y recomenzaba para volver a caer y levantarse de nuevo. El 25 de febrero de 1980, pocos días antes de su sacrificio en el altar, en su último retiro espiritual, Romero dejó plasmado en sus escritos varias de las que consideraba sus más graves faltas: “Siento miedo a la violencia a mi persona. Se me ha advertido de serias amenazas precisamente esta semana. Temo por la debilidad de mi carne, pero pido al Señor que me de serenidad y perseverancia. Y también humildad, porque siento también la tentación de la vanidad (…) Nadie sabe el mal que hace cuando hace el mal. Mis pecados (…) En la colegialidad episcopal: deficiencias, murmuraciones, soberbia, omisiones, obstinaciones, desconfianza, imprudencias (…) En cuanto a los sacerdotes: poca relación, huyo el diálogo, propósitos incumplidos, desprecio para aquellos que no comulgan conmigo (…).

La santidad es precisamente el reconocimiento de las imperfecciones y la férrea voluntad de corregir y correr la carrera, como San Pablo, para llegar a la meta. Este domingo Romero lo logró. Que bajo su intercesión sepamos nosotros también alcanzar la santidad.

Abogado y politólogo