Monseñor Romero, un regalo sorprendente

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12 October 2018

Mónica Michiels de Molina

Después de tantos años de guerra en este impresionante país, y lo digo con el cariño de quien ama a El Salvador más que nadie, sale como traída del mar una perla divina. La canonización de un salvadoreño, sacerdote, pastor, comunicador, que ahora en silencio nos da la mejor de las enseñanzas. ¡No se vale juzgar! Lo digo con conocimiento de causa, porque creo que soy solo uno de miles de salvadoreños que conocía al Romero figura política: usada a diestro y siniestro según los intereses de quien estuviera de turno. No pretendo aclarar un tema tan profundo y tan controversial en una breve columna de opinión. Imposible. Solo quiero contar una historia, como hacemos las mamás. Para mí Monseñor Romero era un hombre de izquierdas y podría parar de relatar, pues como sus creencias políticas no coincidían con las mías existía para mí un natural respeto hacia la figura del sacerdote sí, pero acompañado de un sinfín de dudas por no decir más.

Ahora surge años después de su muerte y de haber finalizado la guerra de guerrillas la noticia de la beatificación y ahora canonización de Monseñor Romero. Me veo obligada a considerar, entonces, la realidad de Monseñor Romero —antes de figura política— un Hombre de Dios. Estudiando los documentos originales me encuentro con ideas impresionantes, entre ellas su relato como “los verdaderos protagonistas de la historia son los que están más unidos con Dios, porque desde Dios auscultan mejor los signos de los tiempos”. Décadas después de su muerte uno de los más importantes protagonistas de nuestra historia ha sido un Hombre que a mí, como psiquiatra, me llama la atención como figura impresionante pues se trata de un pastor de temperamento tímido que, al escuchar y vivir el sufrimiento de los suyos, habiendo comprendido que “el hombre es tanto más hijo de Dios cuanto más hermano se hace de los hombres”, ha sido el más valiente de los valientes.

Escribe Pilar Urbano, periodista española, que la ecuación de la santidad consiste en “dejar a Dios hacer” en la vida propia. En “rogarle a Dios hasta el amor con que amarle”. Creo que ahora nos toca pedirle a Monseñor Romero, que habiendo ya trascendido la imagen de figura política, interceda por sus hijos salvadoreños para que seamos cada uno artífices de esa fraternidad, conscientes de que el fundamento de “nuestra alegría y nuestra esperanza será el sabernos peregrinos hacia un Dios eterno que nos espera con los brazos abiertos”. Todas las demás realidades temporales, las ideas políticas, las creencias religiosas y hasta los equipos de las ligas de fútbol, entre otros, no son razón suficiente para prescindir de la unión y de la paz. Que seamos capaces de aprender a ver a cada uno como la persona que es, sin detenernos en sus manifestaciones externas que son pura distracción.

Menudo regalo, la impronta histórica más sorprendente: un Santo Universal pero antes y, sobre todo, nuestro.

Médico psiquiatra