San Óscar Romero, sacerdote

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09 October 2018

Este fin de semana los salvadoreños tendremos la confirmación de la santidad de nuestro compatriota más universal. El domingo 14 de octubre, desde Roma, la noticia que se extenderá por el orbe cristiano es que aquel hombre sencillo que nació hace 101 años en Ciudad Barrios (San Miguel) y que llegó a ser Arzobispo de San Salvador en los inicios del peor conflicto de nuestra historia, era un seguidor de Jesucristo, al que los católicos de cualquier época y lugar estamos llamados a imitar.

Óscar Arnulfo Romero será para la Iglesia una invitación al ejercicio heroico de las virtudes cristianas. Pero también, como todo ejemplo de santidad, será siempre una interpelación y una denuncia. Hasta en los sentidos menos populares y más políticamente incorrectos de su vida, Monseñor tendrá que irse convirtiendo en un camino seguro hacia las verdades más profundas del ser humano, pues únicamente a través de la fe y la doctrina que supo encarnar resultan explicables su abnegación martirial y su grandeza histórica.

Es necesario insistir en que Óscar Romero entregó su vida al pie del altar, celebrando la misa, que es el acto sacerdotal más excelente. Él ya había terminado de predicar en el momento en que su asesino ingresó al recinto exterior del hospitalito de la Divina Providencia, en la colonia Miramonte.

Imposible saber cuánto tiempo le llevó al conductor de aquel Volkswagen rojo dar la vuelta que necesitaba para colocar al tirador justo a la entrada de la capilla, pero lo cierto es que ya los feligreses habían finalizado las plegarias y Monseñor se preparaba para ofrecer el pan y el vino.

Como ha hecho notar Jesús Delgado Acevedo en su libro “Así tenía que morir: ¡Sacerdote!”, el disparo atravesó el pecho de Romero no cuando ejercía su ministerio profético —el que realiza cada celebrante durante la homilía— sino justo cuando actuaba en calidad de ministro del sacramento, es decir, en el oficio más sublime de su condición sacerdotal.

“Yo únicamente”, había escrito Monseñor en una carta, “he prestado a Cristo mi persona para que Él hable a los hombres de nuestro tiempo, les pida su conversión, les anime a vivir de acuerdo a su Evangelio”. Gastarse por completo en este cometido fue el centro y la raíz de su frenética actividad pastoral, incluso desde mucho tiempo antes de que fuera nombrado Arzobispo de San Salvador.

Tan temprano como en 1938 o 1943, años que delimitan su estancia en Roma para completar sus estudios teológicos, el futuro mártir llevó unos apuntes de carácter íntimo que revelan rasgos muy sugestivos de su carácter y su vida de piedad. Ya entonces aparece entera la profunda convicción personal que le iba a convertir en celoso sacerdote y audaz pastor. Maravillado testigo de los funerales del papa Pío XI, en febrero de 1939, cita con devoción los consejos que les daba a los jóvenes seminaristas el cardenal Elia Dalla Costa (ahora en proceso de beatificación):

“Ustedes están en el alba de su vida… Estad atentos a ser felices. Yo les daré el secreto de la verdadera felicidad: sed humildes. Quien es humilde será un buen sacerdote, será casto, será santo. ¿Cómo estudiarán la humildad? He aquí los medios: a) no juzgar a los otros; b) no ser aprehensivo del juicio de los otros; c) juzgarnos a nosotros mismos en el examen de conciencia; d) amar la humillación”.

Sacerdote, pues, antes que nada y por encima de todo. Sin poner énfasis en esta vocación sobrenatural, cualquier intento de dilucidar la atractiva fuerza de san Óscar Arnulfo Romero es limitado, superficial, pegado al piso. Él mismo, describiendo su ordenación, en abril de 1942, hizo este emotivo apunte: “He pasado el día abismado en mi grandeza que yo mismo no comprendo. Señor, dame fe para que siempre sea sacerdote. Dómine, ut videam (Señor, haz que vea)”.

¡Y cuánto supo ver Monseñor! Por eso este domingo su Iglesia le proclamará santo.

Escritor