Los bichos de la Buenos Aires

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31 August 2018

Una de estas tardes de sábado estaba poniéndome al día con mi lectura en una cafetería, cuando reparé en un grupo de jóvenes que estaba departiendo en una mesa frente a mí. Todo parecía normal, un grupo de cipotes quinceañeros en su salida de fin de semana. Inquietos, alegres y risueños, hasta que repare en un detalle: no se reían entre ellos, sino que su interacción era con sus teléfonos celulares.

Esos jóvenes, a pesar de tener su amigo “a la par”, preferían estar chistando, conversando e interactuando con sabe Dios qué persona, ubicada quizás a kilómetros de distancia. “Cómo han cambiado las cosas”, pensé para mis adentros, y no pude evitar comparar las vivencias de esos jóvenes con las mías, cuando era uno de los bichos que crecimos en la Década de los Ochenta, en la colonia Buenos Aires.

La Buenos Aires quedaba a una cuadra de lo que ahora es “las Tres Torres” del Ministerio de Hacienda. El centro neurálgico de la colonia era un amplio parque, con varias canchas para basquetbol y voleibol, que nosotros utilizábamos para jugar futbolito macho, gol saca gol, kickball, beis, patineta, competencias de trompo y cualquier otra cosa que se nos ocurriera.

Los bichos de la Buenos Aires éramos: los hermanos Cáder, Nina y Aldo, que ahora es candidato a Magistrado de la Sala de lo Constitucional; los hermanos Chía, Ramón y Alberto; mi vecino de enfrente, Erick Varela; Judith Quinteros; los hermanos Martínez, Juan Fernando y Carolina; Arturo Nosthas; los hermanos Quezada, Jacqueline y Neto. Dándole la vuelta a la cuadra, llegabas a la tienda de Doña Melba; más abajo, Titi y Karla, frente a ella, la siempre inquieta Lucy Villatoro. Luego venían los hermanos Jiménez, el Pollo, Silvia y Bea; su vecina, Rosa Marina; los hermanos Artiga, Chungo y Toño, cuyo hermano mayor, Belisario, llego a ser Fiscal General de la República. Luego venía Mario Toruño, para acabar la cuadra con los hermanos Nosthas, Óscar, Quique y la siempre risueña Toto.

Junto a ellos, convertimos ese kilómetro cuadrado, en una zona de risas, juegos, aventuras, fiestas juveniles y, por supuesto, en nuestros primeros e inocentes, amores de verano. Al regreso de los respectivos colegios, ya hechas las tareas, tipo 4:00 p.m., salíamos todos al parque a jugar lo que hubiera a la mano. Las partidas de futbolito macho eran interminables, luego del “mascón”, nos íbamos a la tienda de Doña Melba a comprar una “Coca litro” para la que hacíamos “cabuda”, ya que todos siempre andábamos sin dinero.

Las limitaciones económicas de nuestros padres, en plena época de guerra civil, no eran un obstáculo para poder pasar tardes enteras jugando escondelero y ladrón librado, o bajando mangos a pedradas. La inseguridad derivada de la guerra nunca invadió nuestra pequeña burbuja de felicidad. Las tensiones geopolíticas de la Guerra Fría eran muchísimo menos interesantes que el contenido del “Chismógrafo”, que, a falta de redes sociales, era nuestra fuente de información, sobre lo que sucedía en nuestro pequeño mundo.

A pesar de la guerra, el ambiente era tan sano que bastaba un “mami, ya vengo”, para salir al parque sin que nuestros padres se preocuparan. En vacaciones del colegio salíamos de las casas, disfrutando los vientos de octubre, desde las nueve de la mañana y solo regresábamos a las casas cuando nos daba hambre. Sin celulares, sin forma de controlarnos, nuestros padres estaban tranquilos, sabiendo que estábamos en el parque.

Las navidades eran mágicas. Cada quien con sus estrenos de Navidad, íbamos primero a Misa, a la iglesia de la Sagrada Familia de la colonia Centroamérica, para luego dedicarnos a reventar cuetes. Todas las casas de la colonia tenían las puertas abiertas (literalmente), por lo que podíamos entrar y salir de ellos libremente, para tomar una soda o agarrar algunas de las boquitas que nuestros padres se habían esmerado en tener para la ocasión.

Esos recuerdos me hacen suspirar, sabiendo que esas amistades que se forjaron en mi infancia duraron para siempre. Vuelvo a ver a los jóvenes con sus teléfonos celulares, y concluyo que no cambiaría ni un minuto de mi infancia y adolescencia, ni por el teléfono más inteligente del mundo.

Abogado,

máster en Leyes.

@MaxMojica