Terrorismo informático

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30 August 2018

A raíz de los agravios y difamaciones de que he sido víctima en estos últimos días por páginas y cuentas falsas en redes sociales, que han difundido masivamente expresiones que jamás he dicho ni me atrevería a decir, he creído conveniente exponer la gravedad e implicaciones de esta problemática a la que denomino “terrorismo informático”.

Las guerras evolucionan. Las fuentes del poder en nuestras sociedades pseudo democráticas han cambiado sustancialmente. Hemos pasado de la violencia física a la sugestión. Los avances de la psicología y de la neurociencia han permitido que las guerras ahora se libren desde las pantallas de un teléfono celular o desde el monitor de una computadora. ¡Claro!, ¿para qué obligar a otro a hacer algo por la fuerza cuando se le puede manipular para que haga y piense tal cosa de buen grado? ¿Por qué emplear al ejército para instaurar una dictadura y hacer pagar con su sangre a los que se opongan si una buena agencia de marketing puede desconectarle el cerebro a todo aquel que intente resistirse a aceptar sus patrañas? La clave del éxito político de los últimos años consiste en aplicar al sistema político las reglas alienantes del consumismo: algunos partidos y mafias políticas invierten en las campañas electorales del mismo modo que los restaurantes invierten en publicitar su marca; ya ni siquiera importa “qué” te venden, sino solo “cómo” te lo venden. Estas prácticas, además de abominables, van en detrimento de la dignidad del votante.

Las estrategias cínicas de publicidad que se emplean para conseguir fines políticos son la expresión más peligrosa del populismo, una especie de hipnosis colectiva que adormece a todo aquel que no ha tenido oportunidad de ejercitar su conciencia crítica y que posee muy bajos niveles de información. Estas mafias han querido convertir los procesos políticos en una granja de ratones de laboratorio con los que se experimenta para asegurarse de que reaccionarán a determinados estímulos; ello ha restringido significativamente nuestra libertad de elegir, silenciosamente, sin percatarnos: un día dejamos de ser seres humanos autoconscientes y nos convertimos en marionetas que aplauden con un clic y se vuelven adictas al espectáculo político. Piense en la cantidad de votantes que leen un plan de gobierno versus la cantidad de votantes que vieron un video o un tweet viralizado por una página de Facebook o un perfil de Twitter falsos o poco fiables que se autodenominan “comunicadores”.

Samir Amin, hace dos décadas, decía que la hegemonía política tiene como una de sus principales armas el monopolio de los medios de comunicación. Ahora que los principales medios de comunicación como la televisión, la radio y la prensa escrita han debido adaptarse y ceder ante el influjo poderoso de las redes sociales, el método terrorista para alcanzar el poder es contratar un ejército organizado de matones informáticos que se encarguen de bombardear todos los días y a todas horas las pantallas de su teléfono celular. ¿Cuánto tiempo emplea usted al día en ver las historias de Facebook, Twitter, Instagram y otras redes sociales? Muy bien. La estrategia consiste en modificar la “realidad real” a partir de una manipulación conveniente de la “realidad virtual”. En algún lugar del país sucede algo y en cuestión de segundos llega a nuestras pantallas tergiversado por los intereses de estos carteles que han secuestrado las redes sociales.

Finalmente, más allá de denunciar este acoso quiero invitarlos a reflexionar: ¿debe gozar de credibilidad un líder político cuyo ejército de fantasmas aniquila nuestra conciencia y nos conmina a pensar a su conveniencia? Yo estoy convencido de que nada que restrinja la libertad humana de discernir es bien intencionado. ¿Qué solución propongo para acabar con esta pandemia de asesinos a sueldo de la libertad y la conciencia política? Incorporarse a la guerra contra la desinformación con información asequible y audaz. El refrán de que “el sabio calla” no sirve para la democracia.

Estudiante de quinto año de Ciencias Jurídicas.