Iguales y desiguales

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11 July 2018

En 2013, con ocasión del XXX Aniversario de nuestra Ley Fundamental, el Presidente en funciones de la Sala, Florentín Meléndez, gestionó con el Concejo de San Salvador que en el Monumento a la Constitución se colocaran las frases iniciales de los artículos 3 y 4: “Todas las personas son iguales ante la ley” y “toda persona es libre en la República”. La petición partió de una convicción compartida por todos los miembros del Tribunal: que una sociedad justa es aquella en la que todos gozamos por igual de las libertades reconocidas por la Constitución.

La idea de igualdad implica, en primer lugar, equiparación. Aunque es evidente que no todos tenemos la misma estatura, edad o color de piel ni las mismas habilidades para la matemática, los deportes o la música, tales diferencias no deben considerarse relevantes para el goce de los derechos; lo exigible, entonces, es dar el mismo trato. Esta dimensión de la igualdad, que algunos llaman formal, se consagró en las primeras constituciones de los países latinoamericanos mediante la eliminación de títulos nobiliarios y privilegios procesales, normativa que se conserva hasta hoy.

Desde la igualdad como equiparación son inconstitucionales los tratos diferenciados que dan las leyes, los tribunales o las autoridades administrativas a los ciudadanos, basadas en criterios irrazonables. El sexo, por ejemplo, no es relevante para el acceso a la educación y, por ello, tanto niños como niñas deben tener las mismas oportunidades educativas; lo mismo cabe decir en el ámbito laboral, para lo cual a igual trabajo corresponde igual remuneración; o en el ámbito electoral, en el cual tanto hombres como mujeres son perfectamente capaces para acceder a un cargo representativo de elección popular.

Además del marco general de igualdad, nuestra Constitución reconoce algunas igualdades concretas —de los cónyuges entre sí o de los hijos respecto de sus padres, igualdad procesal, tributaria, municipal, económica, etc.

Pero a veces la igualdad se produce, no por equiparación, sino por diferenciación. Desde esta perspectiva, exigirle, por ejemplo, a una persona con discapacidad el mismo rendimiento laboral que alguien sin discapacidad, lejos de igualar perpetúa jurídicamente la diferencia fáctica. Por ello en las leyes se adoptan medidas destinadas a corregir jurídicamente la desigualdad, dando un trato favorecedor a quien se encuentra en una situación desfavorecida.

En la igualdad por diferenciación, el trato distinto debe basarse en criterios o términos de comparación justificados. Ser hombre o mujer no es relevante para efectos de optar a un cargo público, pero sí lo es para gozar de licencia por maternidad; por ello a la mujer trabajadora se le concede doce semanas en el sector privado o dieciséis en el ámbito público, mientras que al trabajador padre, tres días, y este último no goza de estabilidad en su empleo. Ser o no mayor de dieciocho años sí es relevante para efecto de tener capacidad para contratar o para responder por un delito; pero ser extranjero o nacional no es relevante para efectos de gozar de protección a la propiedad, a la seguridad jurídica o a las garantías del debido proceso, solo para ejercer los derechos políticos.

Por ello es que, en la actualidad, la igualdad desde la perspectiva material se considera como un concepto equivalente a una razonable diferenciación, siempre visto desde términos legítimos de comparación.

La igualdad ha evolucionado desde un intento de homogeneización social hacia una situación de protección a grupos vulnerables: migrantes, adultos mayores, niños, personas con discapacidad, campesinos, etc., en aspectos muy puntuales, adicionales a la protección que los miembros de esos colectivos reciben como personas humanas. En eso radica justamente la justicia social y es lo que da base a las políticas sociales.

Magistrado de la Sala de lo

Constitucional de la

Corte Suprema de Justicia.