La dignidad de las magistraturas

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28 June 2018

Con anticipación a 2009, previo a la designación de los actuales magistrados de la Sala de lo Constitucional, habíamos perdido los “modales” en la política. Ya no guardábamos las apariencias. El estilo y las maneras dejaron de ser un problema. Se rebasaron las fronteras. Extraviamos la decencia. Se diluyó la separación entre los Órganos de Estado y se descarriló el respeto entre los funcionarios. Se desvaneció la diplomacia en los debates y regía la falta de tacto y cortesía. Se difuminó el diálogo, la concertación y los acercamientos entre los partidos. Prevalecían el reproche, la crítica y las acusaciones mutuas en una cancha donde la soberbia y la falta de humildad eran los uniformes oficiales. Se “manoseaba” antojadizamente la Constitución y la ley.

Estábamos arriesgando la estabilidad del sistema político. Nos acercamos a un precipicio en el que no había barandas ni pasamanos para evitar la caída. Si rebasábamos la orilla nos desplomaríamos sin retorno. Y una vez en el fondo, escalar hacia la cumbre nos sería difícil, complicado y doloroso.

Debíamos recuperar la normalidad en la política. Ese fue uno de los grandes aciertos de los acuerdos de paz. David Escobar Galindo lo repite cada vez que le invitan a rememorar el hecho de trascendencia histórica más relevante de los últimos cincuenta años. Los espacios democráticos no existían y los que débilmente se instauraron estaban contaminados. Allá queríamos votar en libertad y periódicamente. Necesitábamos incorporar a un segmento importante de la población que encontraba en el FMLN la opción para que representara sus anhelos y esperanzas. Precisábamos de un elemento vital del que carecía la nación. No teníamos cultura de legalidad. La realidad sobrepasó nuestra capacidad de raciocinio. Navegábamos a la deriva creyendo que la guerra era “normal” y que debían morir compatriotas para conquistar derechos y sembrar la equidad social. La justicia no era independiente y abundaba la impunidad.

Y lo logramos. Normalizamos la política y con ello saciamos el hambre de miles de salvadoreños que deseaban un país diferente. Transformamos el mecanismo de elección de los magistrados de la Corte Suprema de Justicia, aprobamos una nueva legislación y recreamos la institucionalidad democrática. Enterramos la violencia —la que surgía del conflicto— y permitimos que germinara la creencia que lo podíamos hacer mejor. Le dimos paso a las instituciones y concluimos que al final de cuentas sí era posible entendernos y que ceder no era equivalente a perder.

Pero resurgió el mando autoritario. Conforme transcurrieron los años se avivó el empleo partidario e ideológico de las instituciones. No nos percatamos que con cada acción ilegítima reproducíamos un patrón que descarriló al país en la década perdida. Fue un comportamiento de sordos, en el que no había más razón que la del bando contrario. Y esa pauta, ese estilo destructivo, nos trajo el ciclo de las entidades públicas ineficientes.

Por fortuna en los últimos nueve años se recuperó la dignidad de las magistraturas; no requirió de reformas sino de la elección de personas con criterio, independientes y comprometidas con la institucionalidad. Cesó el reiterado atropello a la Constitución y, aunque se intentó apartar a los magistrados de la Sala por la “incomodidad” de sus sentencias, imperó el Estado de Derecho. Se lanzaron amenazas en contra de la autonomía de los poderes públicos pero la sociedad civil organizada estuvo atenta para impedir un conflicto similar al causado por el decreto 743 que pretendió cercenar las facultades a aquella instancia judicial.

La renovación de un tercio de la Corte Suprema de Justicia será el hecho político más relevante de 2018. Un mal nombramiento puede descarrilar el orden político y llevarnos otra vez a la interpretación caprichosa e inconstante de la Carta Magna. Quienes no lo entiendan pagarán un alto costo. Durante la guerra se deformó la democracia, las libertades se manipularon y se arrebató la posibilidad de expresar el pensamiento de manera autónoma e independiente. El costo fueron miles de muertos. Ahora, en paz, la consecuencia de perder “lo conquistado” en materia de justicia constitucional se reflejará en un Estado que de nuevo responderá a intereses mezquinos, oscuros y antidemocráticos.

Doctor en Derecho con

maestrías en ciencia política

y estudios electorales