La justicia en serio

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27 June 2018

Tomo prestado el nombre de un famoso libro del iusfilósofo estadounidense Ronald Dworkin —“Los derechos en serio”— para referirme, no a la actividad de administración de justicia que realizan los tribunales, sino a lo que en nuestro sistema legal es considerado el primer valor que orienta la actividad del Estado.

Descartada la fórmula tradicional (“dar a cada uno lo suyo”), tomarnos la justicia en serio implica partir de los artículos 3 y 4 de la Constitución, según los cuales “todas las personas son iguales ante la ley” y “toda persona es libre en la República”, así como del artículo 1 de la Declaración Universal de Derechos Humanos, el cual afirma que “todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos”. Con ello confluimos con quienes ven a la justicia como un valor comprensivo de otros dos de rango constitucional: la libertad y la igualdad. Ahora nos ocuparemos brevemente del primero.

El núcleo de la libertad es la esfera íntima de la persona, que comprende un ámbito irreductible tradicionalmente denominado fuero interno, donde radican pensamientos, ideas, emociones, deseos, etc., exentos de la intervención gubernamental pues son esenciales para la autodeterminación del individuo. Que el fuero interno no puede ser afectado por tal intervención lo podemos ver claramente en el caso de los presos de conciencia, a quienes arbitrariamente se restringe su libertad de desplazamiento, pero nunca su libertad ideológica.

Solo los Estados totalitarios pretenden controlar toda la vida de los ciudadanos, incluyendo el núcleo de su libertad, ordenando que se profese un determinado credo religioso o una ideología política “oficial”, excluyendo a otras.

En una democracia solo pueden ser objeto de regulación por el Derecho las conductas externas, susceptibles de afectar derechos de terceros o bienes colectivos, y solo cuando se juzga tales conductas externas es válido indagar cuál fue la intención de alguien, por ejemplo al cometer un delito —si hubo dolo o no— o al firmar un contrato —si hubo o no consentimiento libre.

Pero aun así, incluso aquellas conductas que producen efectos en el mismo sujeto que realiza la acción —las llamadas “autorreferentes”— están protegidas por la libertad, en el sentido que no pueden ser objeto de intervención por el Estado, porque aunque son externas, no producen efectos sociales entre los individuos, no se traducen en un posible daño para otros. Es el caso del consumo de alcohol o drogas, la promiscuidad o la falta de cuidado de la salud por el propio titular de este derecho.

Solo es posible la intervención estatal cuando estamos en presencia de conductas intersubjetivas, es decir las externas que producen efectos en los derechos de terceros o bienes colectivos. Nuestra Constitución reconoce muchas libertades (de expresión, de asociación, de tránsito, de culto, de contratación, de disposición de bienes, etc.), las cuales pueden ser limitadas por las leyes en la medida en que sea necesario hacer compatible el goce de tales derechos, con los deberes de cada uno respecto de sus semejantes. Esta limitación será legítima siempre que se haga con base en la ley formal —reserva de ley— y se respete el principio de proporcionalidad, el cual básicamente significa que, de entre las varias alternativas posibles para limitar un derecho, debe escogerse la que implique el menor sacrificio.

La libertad es un bien constitucional tan importante que la intervención estatal en dicho ámbito debe ser mínima, razonable, justificada en los derechos de terceros o bienes colectivos, y en todo caso garantizando la legalidad y proporcionalidad en las medidas tomadas. La libertad es uno de los valores constitucionales integrantes de la justicia, y los derechos derivados de ella son esenciales en todos los sistemas políticos que merezcan el nombre de democracias.

Magistrado de la Sala

de lo Constitucional de la

Corte Suprema de Justicia.