El odio

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Por Luis Mario Rodríguez

14 June 2018

La sociedad salvadoreña está transitando rápidamente del enfado al odio. Ciertamente los casos “destape de la corrupción” y “saqueo público”, en los que se investiga el presunto desvío ilegal de cantidades millonarias de fondos públicos para beneficiar a dos expresidentes de la República y a sus círculos de colaboradores más cercanos, son motivo de sobra para enfurecer a los ciudadanos. Situaciones como estas son las que alimentan a las “elecciones del enojo”, esas en las que los votantes hacen a un lado lo tradicional y prueban “nuevas” opciones que terminan siendo experimentos populistas cuyos resultados se revierten en contra de la población.

La ira que produce la deshonestidad en el ejercicio de la función pública es justificable. Lo mismo sucede con la negligencia de algunos funcionarios públicos, con el mal comportamiento de los partidos, de algunos empresarios y sindicalistas, y de los que rehúyen al cumplimiento de sus obligaciones. Todas esas conductas son objeto de indignación y no queda otro camino que reprobarlas públicamente. Este no es el problema. La cuestión es que nos hemos olvidado de las formas y ya no distinguimos entre el reclamo y las intimidaciones saturadas de ultrajes. Nos satisface la humillación del prójimo y deseamos su ruina y, en ocasiones, hasta su muerte. ¡Que se pudra en la cárcel o en el infierno!

Lo que toca ahora es alertar sobre el sentimiento de rencor que se percibe cada vez más arraigado en distintos ámbitos de la vida nacional. Las expresiones anónimas en las redes sociales son solo parte del problema. Lo realmente alarmante es que políticos, líderes de opinión, analistas, activistas de la sociedad civil, tuiteros y reconocidos personajes públicos rebasan los límites de la crítica situándose en un terreno muy peligroso en el que abunda la rabia, la descalificación y el desprecio.

Es absolutamente válido opinar y examinar los asuntos que perjudican a la institucionalidad, los que dificultan el crecimiento económico y el progreso social, y aquello que carcome la credibilidad de la política, de los partidos y de las elecciones. Sería una omisión imperdonable no señalar la incompetencia de las entidades públicas que no cumplen a cabalidad las atribuciones que les asigna la Constitución de la República ni auscultar el pasado de quienes pretenden gobernar el destino de la nación.

Lo que no se vale es pasar del reproche a la animadversión y enfilar los señalamientos en contra de las personas utilizando burlas y mecanismos que eliminan toda posibilidad de defensa. El Fiscal General lo dijo esta semana de manera contundente cuando abordó el tema del saqueo público: “No sean cobardes. No creen páginas falsas para difamar a personal de la FGR”. Todo juicio de valor, toda mención sobre la imprudente actuación de un individuo ha de ser cuidadosamente probada. Este comportamiento es excepcional y más bien nos hemos convertido en “justicieros impunes” que insultamos sin el menor reparo con la confianza de que nuestras declaraciones no tendrán consecuencia legal alguna.

En los espacios virtuales se lee cualquier tipo de calumnia. Quienes las conciben suelen utilizar cuentas falsas, “troles” les llaman. Esto es grave, porque no existe control alguno; pero es aún más preocupante que esos agravios son consentidos con “likes” o “retuits” por perfiles reales, hombres y mujeres a quienes podemos identificar, porque denota la aversión con la que actúan y la falta de raciocinio e intelecto para comprender la complejidad de las situaciones a las que se debe enfrentar un funcionario, un académico, un analista y, en general, aquellos que han optado por expresar públicamente sus opiniones.

Pero de nuevo volvamos al tema central. El odio se está reproduciendo aceleradamente. A ello contribuimos los ciudadanos motivados probablemente por la envidia, por la falta de tolerancia o por el resentimiento; los periodistas, cuando abordan las notas sin examinar detalladamente las fuentes o las tergiversan; los funcionarios, cuando actúan motivados por intereses ideológicos o por simple antipatía en contra de los adversarios políticos. El odio también se está expandiendo en las parejas, lo comprueban las decenas de feminicidios; y en los jóvenes, lo demuestran las decenas de miles de pandilleros. Castellanos Moya escribió en 1997 “el asco”; quizás es tiempo de relatar una nueva historia, “el odio”.

Abogado y

analista político