Naturaleza que mata

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Por Cristina López

11 June 2018

Siempre lo he dicho: la relación que en Latino América tenemos con la naturaleza es bastante diferente a la que tienen otras culturas. Se lo explico a la gente en Estados Unidos cuando les cuento que gran parte de nuestra Oración a la Bandera Salvadoreña es en realidad una oda a nuestra naturaleza: los soberbios volcanes, los apacibles lagos, los cielos de púrpura y oro.

Y, sin embargo, la relación con la naturaleza tenemos quienes crecimos en regiones al Sur es diferente a la que tienen otras culturas, principalmente porque en nuestros lares la naturaleza es una fuerza viva: una entidad que tememos y reverenciamos casi en partes iguales. Nuestra tierra está viva, y como lo describía Rómulo Gallegos en su novela Doña Bárbara, es voraz y salvaje, permanentemente dinámica y puede al mismo tiempo ser tan generosa como puede ser cruel. En nuestros parajes le tememos porque sabemos que tiene la capacidad de bailar bajo nuestros pies y tragarse edificios enteros en cosa de segundos atemorizantes que medimos en la escala de Richter. Es como si en nuestros parajes la naturaleza no conoce la templanza y hace y deshace con el volumen al máximo: si llueve, inunda. Los apacibles lagos esconden secretos de embudos sin fondo que devoran muelles y lanchas.

Y los soberbios volcanes, en toda su soberbia, devastan vidas y ciudades. Como para recordarnos que son poderosos gigantes dormidos. Y es en ese contexto en el que nos movemos, existimos, construimos ciudades, echamos raíces y creamos nuevas generaciones. Olvidamos la voracidad y fuerza viva de la naturaleza con la que coexistimos bajo nuestro propio riesgo. Ignoramos el cambio climático en nuestras decisiones personales y nuestras políticas públicas como si no tuviera impactos fuertísimos, incluso letales, en nuestra vulnerabilísima existencia, cual reses votando por el carnicero para presidente. En nuestra región las políticas públicas y las decisiones gubernamentales, si realmente se diseñan poniendo al individuo al centro, no pueden ignorar el contexto ambiental en el que vivimos. No pueden olvidar que la naturaleza, cuando amenaza, no ensaya, ni amaga, ni hace bluffing.

Fue esto lo que dolorosamente recordamos en el contexto de que en nuestro país vecino el Volcán de Fuego decidió hacerle honor a su nombre. A pesar de los avisos de actividad volcánica, las autoridades decidieron no actuar y aquellos que podrían haberse salvado con una evacuación efectiva y eficiente se quedaron en casa. La cuenta de muertos continúa en aumento y el impacto para las poblaciones que ya de por sí eran económicamente vulnerables tendrá consecuencias permanentes. La solidaridad con Guatemala en estos momentos de crisis es indispensable, pero desaprovechar esta oportunidad para tener conversaciones serias sobre planes y estrategias para mejor lidiar en el futuro con tragedias ambientales de este tipo sería imperdonable. Es una obligación moral para con las poblaciones más vulnerables, que no tienen el lujo de mudarse a zonas fuera de rutas de peligro, o que no cuentan con la educación adecuada para la internalización de riesgos ambientales. Si bien los riesgos de coexistir con la naturaleza viva que hace de nuestros países verdaderos paraísos son inevitables, la capacidad de diseñar estrategias de resiliencia está enteramente en nuestras manos.

Lic. en Derecho de ESEN

con maestría en Políticas Públicas

de Georgetown University.

Columnista de El Diario de Hoy.

@crislopezg