Autoritarismo chic

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Por Cristina López

04 June 2018

Hay memorias o sentimientos que por más que pase el tiempo, no se borran del disco duro de los recuerdos, sobre todo las que dejan huellas. Otras memorias, productos de otras nuevas experiencias, más recientes, más brillantes y más felices, aunque van tapando y distrayendo de las memorias traumáticas, no las borran. Solo descansan encima de las otras, de manera superficial. Lo único que toma es un estímulo mal puesto que a modo de gatillo, hace que se desborde uno en emociones desproporcionadas al momento presente, propias más bien de los recuerdos pasados.

Me tardé en darme cuenta de que varios de esos gatillos para mí están en las idioteces más impensables, por ejemplo que en las paredes de un apartamento ordinario compartido por un grupo de profesionales jóvenes en Washington, DC, que han abierto amigablemente las puertas de su casa para festejar el principio del verano, se encuentre con total prominencia y sin ironía alguna, un poster de Hugo Chávez. O que en calles estadounidenses donde existen pocos hambrientos haya quienes desfilen con camisetas del Che Guevara, cuyo legado antidemocrático y sangriento ha dejado a tantos con hambre.

Claro, la imagen del Che es algo que el capitalismo ha explotado paradójicamente por años. Más de algún ingenuo bien intencionado se ha abrazado a ella con ideales de cambio y de progreso que nadie racional rechazaría. Solo alguno que otro psicópata la usaría abanderando genuinamente la supresión de libertades en Cuba, o realmente defendiendo brutales tiranías. No creo que lo que esos profesionales jóvenes de DC, increíblemente capaces en trabajos con salarios no vistos en sus pares venezolanos, realmente querían honrar en su pared la desgracia que ha sido Hugo Chávez en Venezuela. No, jamás van a hacer líneas en supermercado alguno como pasa en tantas aceras en Caracas, o saldrán a las calles a ser masacrados por querer democracia como en Nicaragua. Esos, los hechos reales que han servido de base para la película de color rosa del autoritarismo chic que les gusta, son muy cruentos y escabrosos para andarlos llevando en camiseta.

A la hora de hablar de Cuba prefieren La Habana de Instagram, con sus carros antiguos, sus puros humeantes, sus bares Hemingwayanos y sus playas de mentiras. Si van, no pasan del Malecón o de las calles de La Habana Vieja, donde abundan los momentos fotográficos y es fácil ignorar las lágrimas y la sangre que ha sido derramada. No cuesta tanto ignorar que las fotos que subirán a sus redes sociales (hashtag revolución) jamás las verán sus pares cubanos por tener tan precario el acceso a Internet. O que para los venezolanos promedio, eso de visitar otros países e intercambiar culturas se podría volver un exotismo inalcanzable a menos que se tengan recursos de sobra o conectes políticos.

Y pienso estas cosas con rabia y en silencio, tratando de llevar la fiesta en paz para no volverme el ave de mal agüero que no ha olvidado una visita a Cuba que contó con escrutinio y persecución desproporcionada por parte del gobierno solo porque el propósito eran proyectos de solidaridad con los disidentes. Y con rabia también pienso en el gobierno de mi propio país y en su pleitesía absurda a los regímenes de Venezuela y Cuba, mientras convenientemente se ignora a su gente, y en su asqueroso silencio cómplice con las atrocidades que están pasando en Nicaragua. Y luego me acuerdo de que, en el extremo opuesto, también hay idiotas que tienen en la pared a Pinochet, o quienes en El Salvador veneran a militares con legados sangrientos solo porque la sangre era de “piricuacos”. Y luego del recuerdo de que de la idiotez de intentar volver “cool” al autoritarismo ninguna ideología tiene el monopolio, no me queda más que irme de la fiesta y llevar mi mal humor a otro lado, sintiéndome culpable por no haber tenido la valentía de decir algo.

Lic. en Derecho de ESEN

con maestría en Políticas Públicas

de Georgetown University.

Columnista de El Diario de Hoy.

@crislopezg