La “posmentira”

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Por Carlos Mayora Re

11 May 2018

Respiramos en lo que la RAE define como posverdad: “Distorsión deliberada de una realidad, que manipula creencias y emociones con el fin de influir en la opinión pública y en actitudes sociales”. Un ambiente cultural en el que pesan más las “fakenews” que las noticias verdaderas, porque importa más el número de likes y retuits en las redes sociales, que la verdad de lo que se dice.

Incluso en los medios formales de comunicación suelen primar las noticias efímeras y pasajeras, y se tiende a uniformizar tomando como criterio de relevancia el impacto más que la información, amén de que se defiende lo políticamente correcto y los postulados progresistas por el simple hecho de serlo, porque despiertan sentimientos que venden ediciones o tiempo de publicidad, o porque coincide con voluntades de poderosos.

Situaciones como la compraventa de títulos universitarios en España por parte de políticos, escándalos farisaicos ante delitos sexuales cometidos en una sociedad hípersexuada, o la presencia ubicua de lo que él llama demencia de género, han hecho que Juan Manuel de Prada haya escrito recientemente: “Vivimos en una época caótica y tenebrosa que se caracteriza por un culto desaforado a la mentira, a veces manejada con hipocresía, a veces con cinismo y desparpajo. Hay épocas caracterizadas por la idolatría del dinero, de la concupiscencia, o del odio contra Dios y contra el hombre; pero el culto a la mentira abarca todas las idolatrías, a la vez que las sublima y perfecciona. Todos los vicios y prevaricaciones, todos los crímenes y desafueros buscan la complicidad de la mentira. Y cuando la mentira impera e impone sus reglas, cuando logra convertirse en norma y rutina de vida, el mundo se convierte en una lastimosa jaula de locos, en la que puede más quien más miente”.

Algo de eso hemos visto por aquí —por citar tres ejemplos— en la abundancia de falacias y argumentos emotivos que abundaron en las dos posturas enfrentadas en la reciente polémica por la despenalización del aborto; en los discursos y recomendaciones —algunos que rayan en lo escandaloso— con que políticos salientes “aconsejan” a quienes les sustituyen, sugiriéndoles que se priven de gastos y prácticas inmorales que sobreabundaron alegremente durante su gestión; y en el cinismo con que los diputados a la Asamblea saliente trataron el tema de la conveniencia de contar con una sede física segura para el Congreso, necesidad que callaron por motivos electorales y de la que han hablado solo cuando su discurso ya no les supone costos políticos.

Lo malo de todo esto no es solo que se mienta cínica e impunemente en los medios, en las redes sociales, en entrevistas y programas de opinión, sino que parece que a los ciudadanos nos da exactamente lo mismo Chana que Juana y no exigimos ni coherencia ni honestidad en quienes quieren vernos la cara de simples.

Lo peor es que bastantes políticos parecen haber comprendido que a la gente ya no les importan en absoluto ni ellos ni sus acciones, y no tienen ningún reparo en mostrarse como cínicos profesionales, cuyo principal defecto no es la corrupción, sino su patente incapacidad de administrar la cosa pública, de pensar en el mediano plazo, o de conectar con la gente.

Hablar de posverdad o de “posmentira” parece indistinto. Quizá por eso —cito nuevamente a De Prada— hay tantos políticos y funcionarios que “piensan que, mintiendo por oficio, podrán vender su alma a cambio de mantenerse en el macho. Están tan muertos que ni siquiera advierten que ya están churruscándose en el infierno del descalabro electoral. Están tan muertos que ni siquiera advierten que lo único que podría resucitarlos es la verdad”.

Situación que brinda a otros la oportunidad de triunfar en política, por el sencillo procedimiento de hablar y actuar con la verdad.

Columnista de El Diario de Hoy.

@carlosmayorare