Mesianismo

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Por Federico Hernández Aguilar

09 May 2018

El mesianismo es, en política, la habilidad para hacerle creer a un número grande de personas que el futuro de un país y el liderazgo de un político son la misma cosa. “Ya no soy un ser humano: soy una idea”, acaba de decir Lula da Silva, sin mucha originalidad, a las puertas de la cárcel. En nuestras plazas públicas se está oyendo algo similar: “Yo solo soy la punta de lanza, pero este movimiento ha nacido del pueblo salvadoreño y será del pueblo salvadoreño”.

Mezclar esperanzas sociales con ambiciones personales está a la base del mensaje populista, pero la clave de su éxito se encuentra en la conjunción de semejante personalismo exacerbado con ciertos andamiajes históricos. Sin ese cruce, infortunado y preciso a la vez, los ilusionistas de la política jamás alcanzarían las cuotas de poder que suelen conseguir. Latinoamérica, lamentablemente, ha sido pródiga en estas bifurcaciones entre coyunturas y caudillos. A nuestra generación le ha tocado ver escenificado solo el más reciente de sus desastres continentales, con Cuba y Venezuela a la cabeza.

Si bien necesita gozar de cierto carisma, el caudillo mesiánico requiere sobre todo de una realidad política en la que se haya generalizado la mediocridad. Esa medianía debe verificarse tanto en su propio grupo ideológico como en círculos políticos más amplios. Entre personalidades brillantes y lúcidas el populista se siente permanentemente desafiado. Su camino entonces se desvía y busca un atajo que obvia la prueba de medirse con otros líderes, porque su mira está dirigida al hombre-masa descrito por Ortega y Gasset.

Pensemos por un momento en qué méritos especiales debería tener un nuevo caudillo de izquierda en El Salvador que quiera sobresalir, marcar diferencia, incluso brillar, si para contrastarse tiene enfrente a un Salvador Sánchez Cerén, un Medardo González, una Norma Guevara o un Sigfrido Reyes. ¡Vamos! Para disputarle terreno a esta gente nuestro populista emergente hasta podría darse el lujo de no mostrar dotes extraordinarias para la oratoria o el debate de ideas; tampoco tendría que esforzarse en buscar la excelencia como funcionario público o discutir soluciones reales a problemas reales. Es probable que ni siquiera tenga que devanarse el cerebro para explicar dónde se ubica ideológicamente.

El político mesiánico confía en el hartazgo de la gente, en la desesperanza generada por la vulgaridad de quienes ya prometieron y no cumplieron. Hoy le toca a él prometer, y sus promesas van cargadas de nuevas formas de prometer lo mismo. La diferencia es que la hora de la antipolítica ha sonado justo cuando a él le dio por echar a volar sus golondrinas. Y quienes le creen se aferran como náufragos al sueño de ver por fin abrirse el horizonte para ellos y sus destinos.

Como sabemos, este “mesías” ya está entre nosotros y viene con la misión de dar las nuevas “Tablas de la Ley” a la Patria desvalida. Sus fieles dicen estar creciendo como hongos, mientras los oportunistas de siempre ven en él su última oportunidad de figurar o vengarse. No tiene, repito, los méritos para estar donde está, pero en su propio grupo ideológico le hicieron el enorme favor de hacerle navegar en un mar de mediocridad. A él únicamente le ha tocado desplegar las velas.

La antipolítica, en cuanto discurso, suele alimentarse de errores ajenos. El FMLN ha cometido muchos y parece que se empeñará en seguirlos cometiendo. Falta saber qué rumbo tomará el otro partido grande, el de oposición, que tampoco se ha caracterizado por saber administrar sus ventajas competitivas y todavía menos sus victorias electorales.

En resumen, y para que quede claro, los únicos que pueden hacer que la próxima elección presidencial se convierta en una competencia de tres corredores son ARENA y el FMLN. Nadie más. De sus actuaciones depende que el mesianismo de nuestra época, ese que cabe en los 280 caracteres de un tuit, llegue demasiado lejos.

Escritor y columnista

de El Diario de Hoy