El niño invisible

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Por Carlos Mayora Re

04 May 2018

La situación que planteó Alfie Evans a todas las personas relacionadas con este niño de dos años, diagnosticado en Gran Bretaña con una enfermedad crónica e incurable, es muy compleja.

Después de una batalla legal entre sus padres y el Estado, Alfie fue desconectado del respirador mecánico que le posibilitaba oxigenar sus pulmones, y luego de tres días de respirar autónomamente, su condición médica terminó por provocar su muerte hace ocho días.

Ha sido un caso mediático, pero —por razones obvias— con poca información médica. Lo que se sabe es que sufría una enfermedad neurodegenerativa que provocaba un deterioro cerebral constante desde hace más de un año; una situación que, de no mantener vivo al niño con medios mecánicos de supervivencia, haría que en pocos días le sobreviniera la muerte, como ha sucedido. Si en el hospital italiano Bambino Gesù, que se ofreció a atenderle, tenían una idea alternativa posible para el tratamiento la cosa cambia; aunque, en una enfermedad así descrita, es dudoso que hubiera buenas perspectivas con ningún tratamiento.

Entonces, el quid de la cuestión no es si se le deja morir o no; ya que la bioética habla, con precisión, de encarnizamiento terapéutico en casos como éste; sino el papel que juega el Estado en quitar la patria potestad a unos padres que tienen todo el derecho del mundo de estar con su hijo, principalmente los últimos días de su vida.

Atañe derechamente las bases mismas de nuestra civilización: hay algo de Sócrates en todo esto, cuando advierte que nunca es bueno hacer el mal directamente querido, aunque sea para alcanzar un bien; y también algo de Maquiavelo en quienes decidieron encerrar a Alfie en un hospital, aislarlo de sus padres y negarles acompañar a su hijo hasta su muerte, justificando sus acciones con la consideración de que un fin bueno puede hacer válidos unos medios injustos.

Pero no hay que equivocarse. El fin “bueno” que perseguían tanto médicos como jueces no era simplemente una muerte digna para Alfie, sino —de acuerdo con todo lo publicado— se trataba más bien de la protección del sistema sanitario y del aparato judicial. No hay que olvidar que desde 1989, en el Reino Unido hay una ley que dice que el Estado debe intervenir para tutelar el mejor interés de los niños. Es decir, que médicos, abogados y jueces están obligados a proteger —en determinadas situaciones— a los infantes de… sus propios padres.

Sin embargo, vale preguntarse ¿qué justificaba las acciones tomadas por terceros respecto a los padres de Alfie?: la seguridad de que no podría sobrevivir, de que era un “costo” para el sistema de sanidad, y que la ley establece que “lo mejor” era apartar sus papás de su lado, e impedir que pudieran estar con su hijo.

Pensaron quizá que Alfie sería invisible a la sociedad: era un niño blanco, pobre, hijo de padres creyentes; no pertenecía a ninguna de las minorías que reivindican sus “derechos” escandalosamente… Pero se equivocaron. Ahora el mundo tiene los ojos puestos en un Estado que pasa por encima de derechos como la patria potestad, un sistema que ahoga la libertad en nombre de la libertad.

Es verdad: cada vida es invaluable en sí misma, y por eso nadie tiene potestad de quitarla o de prolongarla indefinidamente sin justa causa. Pero también es verdad que a los burócratas y funcionarios no les importó que Alfie tuviera unos padres dispuestos a sacrificarse hasta lo impensable, a buscar ayuda de quien fuera para sacar adelante a su hijo, y cuando ya no se pudiera hacer más, a acompañarle a morir con dignidad.

La “invisibilidad” de Alfie ha vuelto muy visibles los extremos a los que un Estado controlador (socialista o progresista, es indistinto) puede llegar en su papel de Big Brother orweliano.

Columnista de El Diario de Hoy.

@carlosmayorare