Políticas para Iris

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Por Cristina López*

16 April 2018

Hay un podcast que se produce con el apoyo de la Radio Pública Nacional estadounidense que se llama Radio Ambulante. Cada episodio sale al aire de manera semanal y dura alrededor de 30 minutos, siempre contando historias desde distintos rincones de América Latina; a veces de la voz de valientes y curiosos periodistas, a veces en primera persona, de la voz de los protagonistas. Es la manera más barata de viajar un ratito por Latinoamérica y empaparse en acentos y colores que la distancia de inmigrante tinta con nostalgia.

Sin embargo, desde que en la introducción dijeron en el más reciente episodio que la historia se situaba en San Salvador, se me revolvió el estómago. Para nada en el estilo de nihilismo tropical de Castellanos Moya, más bien de angustia e impotencia, porque desde afuera, El Salvador y sus historias solo son maras y violencia. A veces por puro amarillismo, otras veces por simple pereza periodística que recurre al estereotipo y al lugar común, pero El Salvador de los medios internacionales es casi siempre unidimensional. Este episodio de Radio Ambulante es, predeciblemente, de las maras, pero solo tangencialmente. La historia de San Salvador que el podcast le contó a los miles y miles de oyentes fue más bien sobre una ciudadana llamada Iris y sobre la vida que lleva a pesar de las maras.

En el episodio, Iris se oye desenvuelta y habla con soltura. Explica de manera simple y accesible el purgatorio en el que viven tantos ciudadanos “neutrales” (por referirme de alguna

manera a quienes no pertenecen a las maras) cuyas colonias han sido divididas de manera arbitraria por dos pandillas rivales. Contando su historia, Iris explica que en nuestra capital, volver a casa cada día después de la jornada laboral es “un logro”. Iris comparte con la audiencia internacional una anécdota en la que, dentro de una coaster, fue la lluvia la que la salvó de que una “jaina ” (o una mujer relacionada con un Madero) se bajara con ella luego de amedrentarla y amenazarla de que debía cambiarse el tinte de pelo o sufrir las consecuencias a manos de la pandilla ofendida por cualquiera de las maneras en las que interpretaron su tinte capilar. Al finalizar su historia, Iris suspira aliviada considerándose afortunada y bendecida de que salió del incidente viva y sin heridas.

El episodio conmueve porque Iris somos todos. Les separa a algunos la suerte de no tener que moverse en coaster. A otros de vivir en colonias donde el monopolio de la fuerza sigue coherente con el Estado de Derecho en una república y solo lo ejercen las autoridades legales, no las paralegales. A otros, la migración, voluntaria o forzada. Pero eso es pura suerte, porque en nuestro país hay cientos de miles de Iris. Una cifra demasiado importante como para no ser el tema prioritario en la agenda de nuestros políticos.

Estamos a un año de elegir una nueva administración. Están aún frescos los resultados de las elecciones legislativas y municipales. Una generación entera, la generación posguerra, ha crecido como Iris, sabiendo qué hay cosas que no se tienen (como la libertad de pintarse el pelo del color que le de la gana sin que signifique una señal que ofenderá a la mara que ejerce el poder en la zona), pero que por lo menos se vive. Que volver a casa enteros después de trabajar todo el día sea un logro, no debería depender de la suerte o el privilegio con el que se nace, sino de una serie de políticas públicas de largo plazo, pensadas y ejecutadas pensando en las Iris y no en victorias electorales.

 

Lic. en Derecho de ESEN, con maestría en Políticas Públicas de Georgetown University.

Columnista de El Diario de Hoy. @crislopezg