La dignidad de la magistratura

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Por Elizabeth Castro

07 April 2018

Con un resplandor de grandeza, que sin embargo no debe envanecer a nadie, está situada la magistratura en la cúspide del escalafón judicial o profesional. Ser Magistrado de la Corte Suprema de Justicia es la máxima posición a que pueden aspirar los profesionales del derecho por la sencilla razón de que a ella están llamados los más probos y los más capaces, para administrar con sabiduría y rectitud la “pronta y cumplida justicia” de que habla con imperio la Constitución de la República.

En ningún lugar como en el campo de la justicia cabe la trepidante frase de José Ingenieros: “Los grandes cerebros ascienden por la senda exclusiva del mérito; o por ninguna”. Y agrega: “La vanidad empuja al hombre vulgar a perseguir un empleo en la administración del Estado, indignamente si es necesario; sabe que su sombra lo necesita. El hombre excelente, por el contrario, se reconoce porque es capaz de renunciar a toda prebenda que tenga por precio una partícula de su dignidad”.

La historia del Órgano Judicial de nuestro país conforma un claroscuro en el cual se alternan las luces y las sombras. Algunas de ellas están reflejadas en la “Historia de la Corte Suprema de Justicia de El Salvador”, escrita por el profesor Gilberto Aguilar Avilés.

Frente a las sombras, diremos que para los tiranos y los déspotas que han abundado en nuestro Continente, el Órgano Judicial ha sido su presa más codiciada, porque bajo el ropaje de justicia que muestran las sentencias judiciales, (verdaderas pieles de cordero) se han cometido las mayores atrocidades. ¿Qué respeto nos merece la Corte Suprema de Justicia de Venezuela, por ejemplo? ¿Y la de Bolivia, que con “sesudos” argumentos le otorga un cuarto periodo de gobierno al ínclito presidente de aquel país? ¿Son ellas representantes del derecho? ¿O amanuenses del absolutismo?

En nuestro, país, estamos por elegir a cinco nuevos magistrados: cuatro de la Sala de lo Constitucional, la cual ha jugado un distinguido papel histórico, y uno de las otras Salas.

De todos ellos esperamos lucidez, independencia, coraje, sabiduría y probidad, cualidades que no siempre han estado presentes entre tan altos dignatarios. De lucidez esperamos el amplio conocimiento no solo de las leyes sino del Derecho en general que está axiológicamente iluminado por los valores de justicia, libertad y seguridad. De independencia, que es la cualidad fundamental, esperamos que sepan leer a cabalidad el artículo 172 de la Constitución que la establece: “Los magistrados y jueces, en lo referente al ejercicio de la función jurisdiccional, son independientes y están sometidos exclusivamente a la Constitución y a las leyes” Ojo: no son independientes para hacer lo que les dicta su albedrío, sino que están sometidos. ¿Sometidos a qué? A la Constitución y a las leyes. Sin embargo, hemos visto a largo de la historia, magistrados que envanecidos con la toga virtual que los distingue, han creído más que en la Constitución y las leyes, en su propio criterio, en su sabiduría y en su interés personal, cayendo fácilmente en el perjurio y el prevaricato.

Corre ya el segundo cuarto del siglo XXI, y en muchos aspectos, la civilización todavía está en sus inicios, si no la destruye Kim Jong –Un, supremo líder de Corea del Norte. Poco podemos hacer los abogados de la generación sub-90. Pero los jóvenes, la nueva generación de diputados y diputadas a quienes tocará elegir a los funcionarios de segundo grado, entre ellos a los magistrados de la Corte Suprema de Justicia, corresponde dar un paso más en el camino del progreso, no solo material, sino en el de nuestras instituciones, para que la caravana de la vida siga el rumbo de la vida ascendente.

Dejemos atrás los contubernios, los combos, los cambalaches, los pactos bajo la mesa, los toma y daca a que nos tenían maniatados los diputados del pasado en un perenne quid pro quo que para nada tenía en cuenta el interés general. Existe un rayo de luz para los magistrados probos y competentes: sus sentencias deben estar tan bien fundamentadas, lógica y éticamente, que por su elocuencia estén llamadas a ser modélicas, a sentar jurisprudencia y a convertirse en doctrina legal. Lo demás es rutinario, escrito sin convicción o mala fe, en una hoja de papel que no abona la confianza popular en la justicia pública. En algún momento tiene que llegar la hora de que avancemos en la superación de nuestras instituciones. Y esa hora es la actual. La sociedad civil en cuya vanguardia florece la juventud, está despierta y dispuesta a tomar su lugar en la historia. No esperemos más. Y actuemos como deben hacerlo los ciudadanos de un país libre, soberano e independiente, pues, como dice Will Durant, en su libro “Filosofía, cultura y vida”: “Tras muchos errores y muchas dudas, llegaremos a comprender que, aunque en escala pequeña, también nosotros participamos en la actividad del mundo y que, si lo deseamos, podemos escribir con imaginación y saber, algunas líneas del misterioso drama que vivimos”.

Abogado, exmagistrado

de la Corte Suprema de Justicia,

columnista de El Diario de Hoy.