Cultura que mata

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Por Inés Quinteros

02 April 2018

Pocas épocas me hacen tanto extrañar El Salvador como las “temporadas” de vacación, tanto Semana Santa como los primeros días de agosto. Quizás por la envidia que dan los vacacionantes con sus fotos presumiendo de atardeceres dorados en las redes sociales. Tal vez porque tener nieve y hielo en Washington en plena cuaresma exacerba la añoranza por las playas y los ceviches. Sí, la distancia ayuda a valorar lo que antes se tomaba por sentado, pues nunca me imaginé extrañando los vozarrones que salían de las gargantas de viejitas que no parecían capaces de semejante volumen cantando “Perdón, oh, Dios mío” en Vía Crucis en veredas polvorientas, con feligreses ahogándose de ese calor de Viernes Santo que aplasta.

Pero también la distancia objetiviza y quizás hasta endurece la percepción sobre aquellas cosas “culturales” que la costumbre nos hacía antes abrazar. En específico, la tan enraizada maña de que en nuestro país, vacaciones sean sinónimos de accidentes de tránsito, muchos que habrían podido evitarse si intentaramos cambiar la cultura del borracho valiente. Esa cultura de que al valiente un par de tragos no le afectan el pulso a la hora de ponerse detrás del volante. Admitir que alguien más debería manejar es visto como debilidad, pues lleva implícita la admisión de tener baja tolerancia al alcohol (aunque lo recomendado sea no manejar después de dos cervezas), o la admisión de haberse pasado de tragos.

Y de los modos en los que esta cultura nos afecta no se salva nadie, ni hombres ni mujeres. Muchos conductores, a pesar de llevar años de transitar por las calles del país, desconocen la exactitud de la densidad de alcohol en la sangre requerida para quebrantar la ley. Con dos copas de vino, la persona promedio ya podría ser sujeto de multa. Los contenidos de media botella de vino, que a muchos no les parecería demasiado, ameritan según la ley decomiso de licencia y vehículo. Pero lo insidioso de nuestra cultura no es necesariamente la ignorancia voluntaria que algunos hemos aplicado a lo que claramente dice la ley: lo insidioso es que vemos como camaradería los “avisos” de retén que circulan en tanto grupo de WhatsApp. No es ningún favor el que estamos haciéndole a los amigos, facilitándoles la perpetuación de esta cultura que mata.

Nuestras leyes no son tan distintas a lo que se ve en otros países; nuestro problema no lo vamos a arreglar con más legislación, sino con más responsabilidad individual. Incluso, somos hasta permisivos en comparación a otros lugares. Lo que sí tenemos distinto es la cultura. No, no es que “parrandiemos” más duro y que por eso nos queden chiquitas las leyes que hacen entrar en cintura a los parranderos internacionales. Algún efecto tendrá nuestro debilitado estado de derecho y la laxitud de conciencias que hacen de la mordida (o pago corrupto a un policía de tránsito) sea casi deporte nacional. Lo distinto es que no hemos generado la cultura de desprecio al que egoístamente prefiere arriesgarse a un accidente que admitir que necesita jalón. Deberíamos de ver las conveniencias de la reciente llegada de la economía compartida que facilita el transporte a quienes tienen acceso a teléfonos inteligentes como una excelente oportunidad para empezar a cortar la cultura del borracho valiente de raíz. Lo digo con el arrepentimiento de quien se creyó valiente más de alguna vez, y con la cobardía de no haberme atrevido a negarme a recibir aventones de quienes sabía no estaban en condiciones de manejar. Lo digo esperanzada de que la cultura de otros países que han de manera exitosa disminuido las instancias de accidentes de tránsito causados por alcohol, la sepamos transmitir aunque sea a las siguientes generaciones.

Lic. en Derecho de ESEN, con maestría en Políticas Públicas

de Georgetown University.

Columnista de El Diario de Hoy. @crislopezg